Marco Denevi y Juan Carlos Casas (David Home) fueron mis comentaristas favoritos de La Nación en la década del 80. De Casas lamentablemente no tengo nada en el archivo. Hace poco pude leer Fraile Muerto, una novela de Casas ambientada en la frontera del indio y protagonizada por dos inmigrantes ingleses.
Aquí transcribo un artículo de Denevi que muestra didácticamente cómo se desató cierta crisis del período presidencial de Alfonsín, cómo es la que hoy vivimos, y cómo será la que nos tocará en algunos años por venir.
Aquí transcribo un artículo de Denevi que muestra didácticamente cómo se desató cierta crisis del período presidencial de Alfonsín, cómo es la que hoy vivimos, y cómo será la que nos tocará en algunos años por venir.
Por Marco Denevi
La Nación, Lunes 2 de Marzo de 1987, página 9
Imaginemos que un hombre, un político, jefe de un partido, recibe de sus conciudadanos todos los halagos: los votos y con los votos el poder, un inmenso prestigio, una vasta popularidad, el arduo respeto a veces envidioso de sus adversarios. Y, en el plano internacional, la simpatía de los demás gobiernos. Todos los halagos, menos uno, justamente aquel que cuando no se lo consigue, pone en peligro a todos los otros: el éxito de la política económica.
Sigamos imaginando que, durante un tiempo, nuestro personaje no atribuye ese traspié a sus ideas, que son también las de su partido, sino a algún chivo emisario que tenga a mano. Pero mientras tanto la realidad, insensible a cualquier tipo de subterfugios, continúa emperrada en oponerse a su política económica. Todavía más: la realidad le demuestra con insolente descomedimiento que en los países donde esa política económica se aplica la economía se empobrece, y en los países donde se la ha dejado de lado la economía prospera.
Llega un momento en que nuestro imaginario gobernante, aunque no lo confiese, se da cuenta de que delante de él se abre una disyuntiva de hierro: o renuncia a sus ideas económicas o renuncia al éxito económico. Los dos términos de ese dilema le son igualmente odiosos. Para su conciencia, para su concepto de la ética partidaria, inclusive para sus sentimientos, renunciar a las ideas y pasarse con armas y bagaje a las contrarias se parece demasiado a la traición y al perjurio. Y renunciar al éxito no entra en los cálculos de ningún gobernante.
Todavía alienta la desesperada esperanza de que su política económica, inservible en otros países, no se haya vuelto anacrónica e ineficaz en el suyo. Quizá, piensa, ajustándola un poco por aquí, aflojándola otro poco por allá, pueda eludir el fracaso. Pero el tiempo vuela y el fracaso se avecina.
Si, el tiempo vuela, para él, a un ritmo más rápido que el de una posible evolución ideológica de su partido. Un partido se organiza para ganar votos. Y puesto que su partido ganó los votos gracias a -o a pesar de- las viejas ideas, abandonarlas parece un suicidio. Tal es el razonamiento de la mentalidad electoralista. Si mientras tanto las viejas ideas no dan buenos resultados se debe a cualquier cosa menos a ellas mismas.
El gobernante no puede remover de un día para otro el peso muerto de esa inercia ideológica. Entonces se decide a tomar no de los dos caminos en que se bifurca la encrucijada, sino un atajo intermedio, ese que consiste en dar hoy una mano de cal y mañana una mano de arena, pactar a la vez con el dios de la ideología y con el diablo de la realidad, ceder en los puntos que amenacen con una catástrofe inminente y resistir en el resto.
Para firmar el doble compromiso cuenta, cree, con dos clases de aliados: los técnicos apolíticos y la juventud de su partido. Los técnicos apolíticos, aunque alteren los matices, no alterarán los colores del gobierno y, más claros o más oscuros, el azul seguirá siendo azul y el amarillo, amarillo. Es cierto, el gobernante no puede ir demasiado lejos en la convocación de figuras extrapartidarias: si tienen éxito, el partido no recogería ningún laurel o, peor aún, cargaría con el oprobio de haber sido un lastre al que hubo que arrojar por la borda. Y si no lo tienen, el único responsable sería el gobernante que prescindió de su partido.
Pero el gobierno es una maquinaria tan compleja que unas cuantas piezas, aunque sean claves, no consiguen modificar el funcionamiento del conjunto, el cual, a la corta o a la larga, los incorpora a su propio movimiento y a su propio diapasón. Para colmo, la neutralidad política de los técnicos no les promete, más bien les mezquina, el juego de lealtades, cuando no de complicidades, del partido. Sus aciertos no pueden ser capitalizados por el partido y sus errores golpean al jefe del partido que los llamó.
No importa: aquí está la juventud del partido. A ella no se la acusará de intrusa en la ideología ni tampoco cabe esperar que se resista a las innovaciones de esa misma ideología. ¿Acaso los jóvenes no parecen siempre dispuestos a asociarse con la iconoclastia o por lo menos con una liquidación de los saldos y retazos de cuanto sus mayores les dejaron en herencia? Démosle a la juventud una cuota de poder y gustosa la pondrá al servicio de la ruptura con el pasado.
Pero el gobernante se llava con los jóvenes más de una desilusión, no en todos los casos por iguales motivos. Algunos jóvenes, cuya inexperiencia del poder se engolosina con lo que el poder tiene de dominio sobre los demás, se entregan a un desbocado ejercicio de voluntarismo cesáreo, que en materia económica (en todas, pero particularmente en economía) lo embarulla todo y no soluciona nada.
Otros jóvenes, a despecho de las novedades en la vestimenta, en los hábitos sociales, en la moral y en el léxico, han perdido la sincronización con la historia. Su idealismo, encima dogmático y maniqueo, se niega a transar con el pragmatismo, que se le antoja una claudicación ante el enemigo; sigue aferrado a magias verbalistas y a mitologías intelectuales que el mundo, en vísperas del siglo XXI, ya redujo a la categoría de fósiles históricos.
La soledad del poder
El gobernante empieza a sentir su soledad. El poder no le basta. El poder está hecho para impartir órdenes, no para cumplirlas. Quienes las cumplen son otros. Y si estos otros piensan negro harán negro hasta cuando se les mande que hagan blanco. Todavía menos le basta al gobernante el discurso porque, por desgracia, al fuerza suasoria del suyo se debilita en la ambigüedad de los términos.
Mortaja y corrosivo
Entretanto, el tiempo sigue volando. Para colmo, el atajo que eligió el gobernante, el del medio, es el más lento de todos por su trazo en zigzag y por las marchas y contramarchas que obliga a dar. Finalmente no deja conformes ni al dios ni al diablo y lo único que recoje son gruñidos de irritación. En política, los paños tibios sólo sirven de mortaja para quien los aplica y de corrosivo para quien los recibe.
Nuestro imaginario gobernante experimenta una sorda comezón, como quien es víctima de una trampa artera y debe, encima, disimular y sonreir. La trampa se la ha tendido el mundo donde le toca gobernar al desdichado país que tanto ama, mundo versátil que ahora sólo abre sus bolsillos a las ideas que él aprendio desde siempre a detestar. No seré yo quien no comprenda su estado de ánimo. Hay que llegar a cierta altura de la vida para saber cuánto cuesta cambiar de piel. Porque, con los años, la piel se ha adherido a los huesos.
Y, sin embargo, nuestro ficticio personaje deberá comprender que de ninguna encrucijada puede uno zafarse si no es emprendiendo uno de los dos caminos en los que ella misma se bifurca. Los atajos intermedios no conducen a ninguna parte. ¿Cuál de las dos direcciones tomará él? En este punto de nuestra imaginación baja el telón.
2 comentarios:
Es increíble que después de 5000 años de occidente, Argentina sea la confirmación de la Filosofía de Parménides de Elea: La permanencia de las cosas.
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