26 de abril de 2014

25 años / 10 años



El tocadiscos (segunda parte) por Guillermo Raffo (perfil)

En 2005, Petra Haden grabó una versión a capella de The Who Sell Out en la que se podía escuchar a una sola persona haciendo con la boca todos los sonidos que, quienes habíamos gastado ese disco en nuestra infancia, sabíamos de memoria.

Después, The Flaming Lips hizo algo parecido con El lado oscuro de la luna. Y hace unos días subieron la apuesta, al prometer The Flaming Side Of The Moon, un disco para escuchar al mismo tiempo que el original de Pink Floyd. Resultó ser un chiste del día de los inocentes, lo cual no quiere decir que no lo hayan grabado. Lo encontré recién en Soundcloud y es un chiste, pero no es un chiste: es la misma profesión de amor al tocadiscos que nos hizo entender, en nuestra infancia, que en este mundo había muchos otros. Para que no sonara tan sentimental y pretencioso, lo disfrazaron de chiste.



Bueno, lo que hice acá durante los últimos meses también fue un chiste pero no fue un chiste. No tengo ninguna pretensión de explicar el kirchnerismo. Lo que quería era ver cuántos de ustedes podrían venirse a vivir conmigo, no a Inglaterra sino al timeline paralelo en el que las promesas cosmopolitas de la mejor parte del siglo XX siguen teniendo sentido. Porque todos te van a decir que quieren eso, pero la mayoría miente. Ahora que sé la respuesta me puedo ir. Pero antes le voy a dar play en paralelo a los dos lados de la luna (el dark y el flaming) y voy a escribir durante esos 43 minutos lo último que me queda por contar. Si quieren, pueden escuchar lo mismo mientras leen.

O pueden escuchar Darkside, el radioteatro que la BBC le encargó a Tom Stoppard para conmemorar el aniversario de El lado oscuro de la luna, y que también transcurre al mismo tiempo que el disco. Empieza con un problema clásico de la filosofía moral: el dilema del tranvía. Hay un tranvía –que en la versión original era un tren pero, por algún motivo, en castellano se convirtió en tranvía– fuera de control. En él viaja mucha gente que va a morir, como en Once. Pero podríamos salvarlos, operando una palanca que lleve el coche hacia otra vía, sobre la cual camina un niño. Nuestras opciones son: (1) no hacer nada, y los pasajeros mueren todos; (2) accionar la palanca y salvar la vida de los pasajeros, matando al nene. El profesor, utilitario, se inclina por la segunda opción. Una de sus alumnas, Emily, le hace la pregunta que hay que hacer:
—¿Quién era el nene?
—No hay nene, es un experimento teórico.
Esto no resuelve la preocupación de Emily por el potencial del nene. Tal vez lo necesitamos, tal vez cuando crezca evita que se derritan los glaciares. ¿Y la gente del tren? “Puede viajar un serial killer ahí. O gente que te jode normalmente: profesores de geografía, guardas de tren, novios que se cogen a tu mejor amiga, la gente que escribe la letra chica, la gente que dice ‘hago esto por tu bien’, todos ellos a salvo, listos para cagarnos otro día más”.

Al considerar a estas personas como tales, Emily se transporta a otra dimensión. Como nos pasó a nosotros, cuando nos cansamos de hablar de los gobernantes y nos pusimos a leer sobre Dadd y las hadas y los manicomios y las langostas. Como sucede en la vida real, aunque las ciencias sociales hayan decidido desconocerlo hace tiempo.

Durante muchos años circuló un rumor según el cual El lado oscuro de la luna había sido secretamente diseñado como banda de sonido psicodélica de El mago de Oz, la película. Nunca probé y no voy a probar ahora, porque ya bastante me está costando dar vuelta el disco sin que se me vaya de sincro con el de Flaming Lips. Lo menciono porque la estructura de Darkside replica, intencionalmente, la del Mago de Oz: Emily y el nene muerto atraviesan un territorio inexplorado, en el que se van encontrando con otras víctimas de experimentos teóricos –el prisionero del Dilema del Prisionero, etc.–, cada una de las cuales tiene su problema real, distinto.
Emily existe simultáneamente en nuestro mundo, internada (como Dadd) en un hospicio. Está loca (como Syd Barrett) o tal vez (como Dadd y Barrett) vio algo que los demás no vieron. O todo eso junto, que es lo que, en realidad, pasa siempre.

Emily y el nene atraviesan, en el momento más Haveliano de la obra, una tierra baldía, arrasada no por langostas sino por sus habitantes, que descubrieron que podían mentir sobre sus obligaciones. Un gordo sobreviviente le explica lo que pasó: “O hay otros mintiendo o no hay nadie mintiendo. Si hay otros mintiendo, yo soy un boludo si obedezco las reglas. Por lo que sé, sería el único que las obedece. Así que lo mejor para mí es mentir, obvio. Y si no hay nadie mintiendo, mi contravención es insignificante, no cambia nada, así que también me conviene. No importa qué hagan los demás, lo mejor para mí es mentir. Lo trágico es que todos pensaban lo mismo, así que al final no quedó nada. Era inevitable”. Emily sugiere que podría haber decidido no mentir, más allá de lo que hicieran los demás. El gordo le responde en modo Tenembaum: “No habría cambiado nada que el único honesto fuera yo”. Con nuestra misma desesperación, Emily le dice: “¡No habrías sido el único si todos hubieran hecho lo mismo! Al final no ganaste nada mintiendo, así que no te habría costado nada ser honesto”.

Y la respuesta del gordo nos va a resultar familiar. Es la misma que obtuve yo, muchas veces, de todos los Fernández Díaz de John Nash, de los muy horribles y de los que parecían mejores pero no eran, cada vez que pregunté algo razonable que les molestaba. El gordo le contesta:
—¿Y vos quién sos?
Es la respuesta de la década ganada, la usan todos. Es la confirmación tácita de que el impostor no te mintió sin querer. Es una declaración de guerra que da lo mismo aceptar o rechazar, porque lo importante no es quién soy sino lo que te estoy preguntando, hijo de puta. Seres más elementales la enuncian a veces como “¿quién te creés que sos?” y los más cínicos la disfrazan de rechazo a un argumento ad hominem, como si los actos que se les imputan formaran parte de su ADN. Pero el subtexto es siempre el mismo: “Ya gané”. Lo cual es cierto, pero les pasó lo mismo que al gordo: ganando, perdieron todos.

Hay un problema adicional con esta respuesta/pregunta, que es la peor del mundo: es exactamente igual a la respuesta/pregunta que hizo Emily al principio, “¿quién es el nene?”. No son la misma pregunta, por supuesto. Una es lo contrario de la otra. Son dos versiones opuestas de un mismo enunciado. Una te ayuda a entender y la otra te lo impide, para siempre. Pero suenan igual, y son indistinguibles fuera del contexto y de nuestra capacidad para detectar con quién estamos hablando.

Esta capacidad es importante.

Creo que si muchas personas que viven juntas tienen esta capacidad, la versión nociva de ese enunciado se autodestruye, lo cual conduce a una sociedad más pacífica y más justa, bastante aceptable. Creo que si muchas personas que viven juntas no tienen esa capacidad, la versión maligna de ese enunciado crece hasta convertirse en la totalidad de la cultura que lo contiene. En este segundo escenario, las pocas personas que conserven esa capacidad la van a pasar muy mal y, como las langostas, tendrán buenos motivos para unirse al resto. Lo último que quiero proponer es que no lo hagan.

No puedo fundamentar esta propuesta ni prometerles que es útil. Pero estoy convencido de algo: si bien las amenazas de la presión social son muy concretas, sus recompensas son ilusorias. Y si esto es cierto, a todos los que nos presionan –sobre todo si son personas más cercanas– va a ser mejor perderlos que encontrarlos. Hay siete mil millones de personas en el mundo, conocer a otros que valgan la pena no puede ser tan difícil. Y en el peor de los casos, siempre tenemos el tocadiscos.

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