En efecto, el vocablo "trápala", hoy en desuso, más conocido o más recordado por su aumentativo, "trapalón", que todavía sobrevive en algunas novelas españolas del siglo XIX, reúne varias acepciones que se refieren, todas, a una verborragia sin fundamento ni sustancia cuando no decididamente embustera.
Trapalanda vendría a ser, pues, un país donde se habla mucho y se miente mucho. Por supuesto, ese país no existe. Más bien, no existe ningún país que merezca llamarse Trapalanda aunque en todos haya charlatanes y mentirosos.
Habría dos excepciones: según una fama acaso injusta, la nación nómade de los gitanos. Y, según un consenso generalizado entre la gente sencilla, la comunidad internacional de los políticos.
¿Hay una tercera excepción? ¿De qué país hablo en este libro?
De la República Argentina.
¿Así que la República Argentina es una nación de trápalas? Que los argentinos no se indignen. Que, a lo menos, posterguen su cólera. Si se resignan a leer mi libro, verán que el sobrenombre de Trapalanda, aplicado a nuestro país, lejos de agraviarlo debiera ser un motivo de orgullo. La mayoría de nosotros desciende de españoles o de italianos, dos pueblos reacios al laconismo. La herencia genética, pues, nos dotó de labia, lo cual no es un pecado. Después la historia nos educó para que pusiéramos el culto de la palabra al servicio de fábulas y de mitos, que aunque sean adulteraciones de una verdad menos poética no son, en rigor, mentiras. Nuestra moral no tiene por qué sentirse injuriada.
Las fábulas y los mitos responden a apetencias profundas y legítimas de los seres humanos.
Cuando la realidad les resulta ininteligible o temible, los hombres la sustituyen por otra realidad mental y verbal reelaborada que ellos puedan comprender o que les quite el temor. Después de Freud, a nadie se le ocurriría acusarlos, por eso, de mendaces.
Por lo demás, hay fábulas crueles y fábulas risueñas, mitos sombríos y mitos luminosos. Las fábulas y los mitos argentinos no pertenecen al reino de Calibán sino al de Ariel.
En una obra de teatro de Aldous Huxley un personaje, médico psiquiatra, le dice a otro personaje, condenado en la ficción dramática a morir en la horca, que para reconciliarse con la realidad debemos aceptarla tal cual es, consejo nada fácil de seguir por quien tiene un pie en el patíbulo.
Los argentinos habitantes de las grandes ciudades, que son el noventa por ciento de la población, y en especial los habitantes de Buenos Aires y de sus ciudades satélites, que son el cincuenta, condenados no a morir en la horca sino a vivir en una realidad que nos abruma, hemos hecho las paces con otra realidad fantaseada y quimerizada.
República Argentina que reside en nuestros sueños y en nuestras palabras, Trapalanda vendría a ser la Utopía que nos propusimos como modelo. Y está bien que un pueblo se forje un modelo utópico: es la señal de su altura de miras y el síntoma de que sus ambiciones no son mezquinas. Sólo las grandes almas conciben idealesinalcanzables.
Pero una cosa es querer aproximarse al modelo aun a sabiendas de que nunca se coincidirá con él y otra cosa es darlo por hecho. Los argentinos hemos pretendido vivir como si ya poblásemos la Utopía de nuestras ensoñaciones y de nuestros discursos. Ese sí fue nuestro pecado contra el amor.
Pues si el amante, según creía Camus, aspira a que el amado se iguale con su más bella imagen, nosotros no hemos sido buenos amantes. Hemos creído que esa igualación ya estaba cumplida y que no necesitaba de la obra de nuestro amor, sin advertir que mientras tanto el país real permanecía siempre a la misma distancia del país ideal.
Ahora descubrimos ese terrible distanciamiento, y nos horrorizamos, nos desesperarnos.
¡Cuánto tiempo perdido en tanto el resto del mundo se transformaba! Antes nos habíamos propasado
en las ilusiones. Ahora nos propasarnos en las desilusiones. Este libro querría que recortásemos las primeras de modo que el desengaño no nos parezca tan doloroso.
Me he propuesto, no la difamación de los mitos de Trapalanda, sino su examen a la luz de la realidad según yo la veo. Pero soy argentino y vivo en Buenos Aires. Trapalanda ¿me habrá permitido mirar la realidad tal cual es?
He apelado a un recurso de novelista: imaginar que el autor del libro no era yo sino otro, cederle la palabra a un personaje ficticio, a un extranjero que tuviese ojos más fríos que los míos, menos enturbiados por el amor o, en estos momentos de prueba, por el dolor. Pero mi truco de novelista no es ninguna garantía para los lectores: madame Bovary c'est moi, yo soy ese extranjero.
Según los antiguos, todo libro debía ser breve. El mío lo es. Siquiera por ese lado creo haberme librado de Trapalanda.
Los argentinos habitantes de las grandes ciudades, que son el noventa por ciento de la población, y en especial los habitantes de Buenos Aires y de sus ciudades satélites, que son el cincuenta, condenados no a morir en la horca sino a vivir en una realidad que nos abruma, hemos hecho las paces con otra realidad fantaseada y quimerizada.
República Argentina que reside en nuestros sueños y en nuestras palabras, Trapalanda vendría a ser la Utopía que nos propusimos como modelo. Y está bien que un pueblo se forje un modelo utópico: es la señal de su altura de miras y el síntoma de que sus ambiciones no son mezquinas. Sólo las grandes almas conciben idealesinalcanzables.
Pero una cosa es querer aproximarse al modelo aun a sabiendas de que nunca se coincidirá con él y otra cosa es darlo por hecho. Los argentinos hemos pretendido vivir como si ya poblásemos la Utopía de nuestras ensoñaciones y de nuestros discursos. Ese sí fue nuestro pecado contra el amor.
Pues si el amante, según creía Camus, aspira a que el amado se iguale con su más bella imagen, nosotros no hemos sido buenos amantes. Hemos creído que esa igualación ya estaba cumplida y que no necesitaba de la obra de nuestro amor, sin advertir que mientras tanto el país real permanecía siempre a la misma distancia del país ideal.
Ahora descubrimos ese terrible distanciamiento, y nos horrorizamos, nos desesperarnos.
¡Cuánto tiempo perdido en tanto el resto del mundo se transformaba! Antes nos habíamos propasado
en las ilusiones. Ahora nos propasarnos en las desilusiones. Este libro querría que recortásemos las primeras de modo que el desengaño no nos parezca tan doloroso.
Me he propuesto, no la difamación de los mitos de Trapalanda, sino su examen a la luz de la realidad según yo la veo. Pero soy argentino y vivo en Buenos Aires. Trapalanda ¿me habrá permitido mirar la realidad tal cual es?
He apelado a un recurso de novelista: imaginar que el autor del libro no era yo sino otro, cederle la palabra a un personaje ficticio, a un extranjero que tuviese ojos más fríos que los míos, menos enturbiados por el amor o, en estos momentos de prueba, por el dolor. Pero mi truco de novelista no es ninguna garantía para los lectores: madame Bovary c'est moi, yo soy ese extranjero.
Según los antiguos, todo libro debía ser breve. El mío lo es. Siquiera por ese lado creo haberme librado de Trapalanda.
Prólogo de La República de Trapalanda, libro de Marco Denevi
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