James Neilson
No pasarán!", grita Axel Kicillof como un comandante republicano en la Guerra Civil Española resuelto a frenar el avance de los franquistas, pero sucede que las huestes enemigas le han pasado por encima. Ya antes de que los jueces de la Corte Suprema del satánico imperio yanqui optaran por dejar que otros se encargaran de resolver la disputa entre la Argentina kirchnerista y una pequeña banda de acreedores que, dijo Axel con un toque de ironía, "van por todo", el modelo socioeconómico que está procurando manejar se caía a pedazos.
Que esto haya sucedido no debería sorprender a nadie. Para Cristina, Kicillof y compañía, la economía es un campo de batalla en el que las fuerzas del bien luchan denodadamente contra las del mal. No son los únicos que piensan así. Los acompañan buena parte de la clase política nacional, la intelectualidad progresista y el clero católico encabezado actualmente por el papa Francisco. Desde hace más de medio siglo están procurando defender a la Argentina contra el capitalismo "salvaje" o "neoliberalismo", palabras que emplean para descalificar modalidades que en otras partes del mundo han permitido a centenares de millones de personas dejar atrás la miseria. Los resultados de tanta militancia están a la vista: los guerreros anticapitalistas han ganado.
Cuando Néstor Kirchner y su esposa se mudaron a la Casa Rosada se pusieron a sacar provecho de la autocompasión colectiva de una sociedad en que muchos sólo querían identificar con nombre y apellido a los presuntos culpables del desastre que tantos perjuicios personales les había causado. Los Kirchner no vacilaban en darles lo que pedían: los responsables de la debacle eran los militares, los menemistas, los acreedores, los empresarios extranjeros que habían lucrado en los años noventa, los economistas "ortodoxos", los oligarcas del campo, los técnicos del Fondo Monetario Internacional que no entendían nada, los imperialistas y así por el estilo hasta conformar una lista al parecer interminable de malos que el gobierno nacional tendría que derrotar. En cuanto a la deuda, la repudiarían por ilegítima, injusta, usurera e inhumana.
Además de luchar contra el capitalismo "salvaje" en sus diversas manifestaciones, Cristina y sus soldados se han esforzado por hacer creer que casi todos los problemas económicos del país se deben a los errores que atribuyen al gobierno del compañero Carlos Menem, que privatizó algunas empresas estatales raquíticas y, peor todavía, instaló la convertibilidad. Suponen que virtualmente cualquier alternativa hubiera sido mejor. A esta altura no hay forma de saber si, de haber obrado de otra manera, Menem y Domingo Cavallo hubieran podido frenar la hiperinflación que en aquel entonces devoraba el país, pero el talón de Aquiles de la convertibilidad no sería su rigidez sino que, al convencer al resto del mundo de que por fin la Argentina se había transformado en un "país normal" y convendría prestarle mucho dinero, brindó a los políticos, empresarios y otros una oportunidad que no soñaban con desaprovechar. Como sus equivalentes griegos luego de adoptar su país la misma moneda que Alemania, el euro, merced a la confianza ajena en la convertibilidad pudieron arreglárselas para acumular deudas que pronto adquirirían un peso soportable.
El fracaso del uno a uno presagió aquel de los esquemas populistas, y por lo tanto facilistas, que la seguirían, porque el derrumbe no fue consecuencia tanto de la inflexibilidad que caracterizaba la convertibilidad cuanto de la resistencia de demasiados políticos y agentes económicos a respetar ciertos límites. En este ámbito, muy poco ha cambiado. El país del relato de Cristina ha resultado ser aún más ficticio que el de los menemistas que, por mucho tiempo, se aproximó a la verdad ya que a diferencia del imaginado por los kirchneristas no dependía de estadísticas imaginativas.
De todos modos, luego de la implosión calamitosa de aquel "modelo", se difundió con rapidez el consenso de que la Argentina había sido víctima de una estafa grotesca, que siempre fue ridículo suponer que un país chico podría fantasear con manejar sus finanzas con el mismo rigor que los norteamericanos. Algunos, entre ellos Cristina, creyeron que era una cuestión de tamaño; los suizos, cuya moneda es considerada un dechado de fortaleza, discreparían. Las dimensiones relativas de las distintas economías importan menos que la disciplina fiscal de quienes las administran.
De no haber sido por la propensión del grueso de la clase política nacional a endeudarse hasta el cuello sin preocuparse por el mañana, la convertibilidad hubiera sobrevivido, como ha hecho en Hong Kong y Singapur, además de las Bahamas y un par de países bálticos. También ha funcionado una forma extrema de convertibilidad, la dolarización, en el Ecuador del presidente izquierdista Rafael Correa. En cambio, el modelo kirchnerista que se basa en el voluntarismo estudiantil de setentistas nostálgicos convencidos de que, por contar la Argentina con recursos inagotables, sólo tendría que liberarse del chaleco de fuerza neoliberal para prosperar, estaba programado desde el vamos para fracasar, para convertirse en carroña para buitres.
En el 2001 y el 2002 el mundo miraba con una mezcla de asombro y simpatía el derrumbe de la economía nacional. Muchos lo atribuyeron a la mala suerte, no a la irresponsabilidad congénita de la mayoría de los dirigentes políticos. Las actitudes ajenas frente a la debacle cambiaron cuando, merced a una coyuntura internacional excepcionalmente benigna, el país se anotaba tasas de crecimiento macroeconómicas dignas de China y algunos vecinos de cultura parecida, sin que Néstor Kirchner pensara en aprovechar la oportunidad así brindada para compensar a acreedores perjudicados por el default que había declarado, en medio de escenas de frenesí futbolero, el fugaz presidente Adolfo Rodríguez Saá. De haberlo hecho Néstor, el país se hubiera reinsertado pronto en el sistema financiero internacional, accediendo así a los créditos baratos que necesita para sacar provecho de sus inmensos recursos.
Los perdedores de la primera fase del duelo entre el gobierno nacional y los acreedores no se limitaban a los plutócratas despreciables del relato oficial; incluían a muchísimos jubilados italianos, alemanes y japoneses. Sin embargo, con la viva aprobación de la mayoría, Kirchner los trató como parásitos que querían enriquecerse a costa de argentinos paupérrimos. Huelga decir que los fondos buitre se verían beneficiados por la sensación de que la Argentina sí estaba en condiciones de honrar sus obligaciones sin dificultades excesivas pero que se negaba a hacerlo. También los ha ayudado el que el gobierno kirchnerista haya adquirido la reputación de ser extraordinariamente corrupto y tan pendenciero que, para merecer el aplauso de la tribuna, la presidenta y el ministro de Economía no han vacilado en poner en peligro el futuro del país tratando con desdén apenas disimulado a un representante notoriamente irascible de la severa Justicia norteamericana.
No pasarán!", grita Axel Kicillof como un comandante republicano en la Guerra Civil Española resuelto a frenar el avance de los franquistas, pero sucede que las huestes enemigas le han pasado por encima. Ya antes de que los jueces de la Corte Suprema del satánico imperio yanqui optaran por dejar que otros se encargaran de resolver la disputa entre la Argentina kirchnerista y una pequeña banda de acreedores que, dijo Axel con un toque de ironía, "van por todo", el modelo socioeconómico que está procurando manejar se caía a pedazos.
Que esto haya sucedido no debería sorprender a nadie. Para Cristina, Kicillof y compañía, la economía es un campo de batalla en el que las fuerzas del bien luchan denodadamente contra las del mal. No son los únicos que piensan así. Los acompañan buena parte de la clase política nacional, la intelectualidad progresista y el clero católico encabezado actualmente por el papa Francisco. Desde hace más de medio siglo están procurando defender a la Argentina contra el capitalismo "salvaje" o "neoliberalismo", palabras que emplean para descalificar modalidades que en otras partes del mundo han permitido a centenares de millones de personas dejar atrás la miseria. Los resultados de tanta militancia están a la vista: los guerreros anticapitalistas han ganado.
Cuando Néstor Kirchner y su esposa se mudaron a la Casa Rosada se pusieron a sacar provecho de la autocompasión colectiva de una sociedad en que muchos sólo querían identificar con nombre y apellido a los presuntos culpables del desastre que tantos perjuicios personales les había causado. Los Kirchner no vacilaban en darles lo que pedían: los responsables de la debacle eran los militares, los menemistas, los acreedores, los empresarios extranjeros que habían lucrado en los años noventa, los economistas "ortodoxos", los oligarcas del campo, los técnicos del Fondo Monetario Internacional que no entendían nada, los imperialistas y así por el estilo hasta conformar una lista al parecer interminable de malos que el gobierno nacional tendría que derrotar. En cuanto a la deuda, la repudiarían por ilegítima, injusta, usurera e inhumana.
Además de luchar contra el capitalismo "salvaje" en sus diversas manifestaciones, Cristina y sus soldados se han esforzado por hacer creer que casi todos los problemas económicos del país se deben a los errores que atribuyen al gobierno del compañero Carlos Menem, que privatizó algunas empresas estatales raquíticas y, peor todavía, instaló la convertibilidad. Suponen que virtualmente cualquier alternativa hubiera sido mejor. A esta altura no hay forma de saber si, de haber obrado de otra manera, Menem y Domingo Cavallo hubieran podido frenar la hiperinflación que en aquel entonces devoraba el país, pero el talón de Aquiles de la convertibilidad no sería su rigidez sino que, al convencer al resto del mundo de que por fin la Argentina se había transformado en un "país normal" y convendría prestarle mucho dinero, brindó a los políticos, empresarios y otros una oportunidad que no soñaban con desaprovechar. Como sus equivalentes griegos luego de adoptar su país la misma moneda que Alemania, el euro, merced a la confianza ajena en la convertibilidad pudieron arreglárselas para acumular deudas que pronto adquirirían un peso soportable.
El fracaso del uno a uno presagió aquel de los esquemas populistas, y por lo tanto facilistas, que la seguirían, porque el derrumbe no fue consecuencia tanto de la inflexibilidad que caracterizaba la convertibilidad cuanto de la resistencia de demasiados políticos y agentes económicos a respetar ciertos límites. En este ámbito, muy poco ha cambiado. El país del relato de Cristina ha resultado ser aún más ficticio que el de los menemistas que, por mucho tiempo, se aproximó a la verdad ya que a diferencia del imaginado por los kirchneristas no dependía de estadísticas imaginativas.
De todos modos, luego de la implosión calamitosa de aquel "modelo", se difundió con rapidez el consenso de que la Argentina había sido víctima de una estafa grotesca, que siempre fue ridículo suponer que un país chico podría fantasear con manejar sus finanzas con el mismo rigor que los norteamericanos. Algunos, entre ellos Cristina, creyeron que era una cuestión de tamaño; los suizos, cuya moneda es considerada un dechado de fortaleza, discreparían. Las dimensiones relativas de las distintas economías importan menos que la disciplina fiscal de quienes las administran.
De no haber sido por la propensión del grueso de la clase política nacional a endeudarse hasta el cuello sin preocuparse por el mañana, la convertibilidad hubiera sobrevivido, como ha hecho en Hong Kong y Singapur, además de las Bahamas y un par de países bálticos. También ha funcionado una forma extrema de convertibilidad, la dolarización, en el Ecuador del presidente izquierdista Rafael Correa. En cambio, el modelo kirchnerista que se basa en el voluntarismo estudiantil de setentistas nostálgicos convencidos de que, por contar la Argentina con recursos inagotables, sólo tendría que liberarse del chaleco de fuerza neoliberal para prosperar, estaba programado desde el vamos para fracasar, para convertirse en carroña para buitres.
En el 2001 y el 2002 el mundo miraba con una mezcla de asombro y simpatía el derrumbe de la economía nacional. Muchos lo atribuyeron a la mala suerte, no a la irresponsabilidad congénita de la mayoría de los dirigentes políticos. Las actitudes ajenas frente a la debacle cambiaron cuando, merced a una coyuntura internacional excepcionalmente benigna, el país se anotaba tasas de crecimiento macroeconómicas dignas de China y algunos vecinos de cultura parecida, sin que Néstor Kirchner pensara en aprovechar la oportunidad así brindada para compensar a acreedores perjudicados por el default que había declarado, en medio de escenas de frenesí futbolero, el fugaz presidente Adolfo Rodríguez Saá. De haberlo hecho Néstor, el país se hubiera reinsertado pronto en el sistema financiero internacional, accediendo así a los créditos baratos que necesita para sacar provecho de sus inmensos recursos.
Los perdedores de la primera fase del duelo entre el gobierno nacional y los acreedores no se limitaban a los plutócratas despreciables del relato oficial; incluían a muchísimos jubilados italianos, alemanes y japoneses. Sin embargo, con la viva aprobación de la mayoría, Kirchner los trató como parásitos que querían enriquecerse a costa de argentinos paupérrimos. Huelga decir que los fondos buitre se verían beneficiados por la sensación de que la Argentina sí estaba en condiciones de honrar sus obligaciones sin dificultades excesivas pero que se negaba a hacerlo. También los ha ayudado el que el gobierno kirchnerista haya adquirido la reputación de ser extraordinariamente corrupto y tan pendenciero que, para merecer el aplauso de la tribuna, la presidenta y el ministro de Economía no han vacilado en poner en peligro el futuro del país tratando con desdén apenas disimulado a un representante notoriamente irascible de la severa Justicia norteamericana.
2 comentarios:
Gobierno kirchnerisya corrupto, pendenciero... y cagón. Profundamente cagón.
Andy tenés razón, pero es el gobierno de un pueblo mayoritariamente corrupto, pendenciero... y cagón. Profundamente cagón.
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