24 de julio de 2008


Ni siquiera las cortezas de pan duro me dejaba tirar a la basura mi madre. Educado en medio de campañas de UNICEF, MUNDO, DOMUND y en buena medida por unos abuelos que habían pasado hambre apenas unos años antes, las prioridades y valores en los que se educaba en aquellos primeros años sesenta del pasado siglo estaban muy bien definidas: en caso de duda siempre se apuesta por la vida de las personas. Muchos de los pertenecientes a las generaciones más jóvenes parecen tener problemas no ya a la hora de discernir entre el bien y el mal, sino también a la hora de elegir entre dos males el menor. Esta capacidad de elección, de discernimiento venía regulada por lo que denominamos “sentido común”. Hoy no son pocos los que dudan que el “sentido común” exista, reduciendo la ética al reconocimiento e imposición de determinados catálogos de valores. Es la confirmación de las tesis de la filósofa Hannah Arendt, quien argumentaba que la característica más importante de la modernidad era, precisamente, la pérdida del “sentido común”.

Desde Friedrich Nietzsche llamamos a las personas incapaces de discernir entre males nihilistas o “Gutmenschen” (buenistas). No se trata de personas que, como decía Albert Camus apoyándose en Nietzsche, no creen en nada, son más bien personas que no creen en lo que es. Casi nunca actúan con malicia, antes al contrario. Pero olvidan que todo lo que hacemos tiene consecuencias, un precio. En casos extremos el precio de un acto bienintencionado puede ser la libertad, incluso la vida de miles o millones de personas, como nos muestra con severa crudeza la historia del reciente siglo XX.

En este recién comenzado siglo XXI vivimos bajo la amenaza de asistir a la continuación de los errores cometidos en el pasado, aunque las circunstancias sean otras. En esta ocasión no asistimos a los desmanes militaristas que tantas víctimas se cobraron en el pasado. Asistimos a la locura -y sus consecuencias- de un débilmente legitimado gremio, el “Consejo Mundial del Clima” IPCC, desde el que, en “consenso” con sus iniciadores políticos, se ha decidido que la pobreza, el hambre y la enfermedad no son las máximas prioridades, los grandes males a combatir por la humanidad actual, sino el “Cambio Climático”. Y para ello no son pocos los que opinan que “cualquier medio” es legítimo.

La política de “protección del clima” no se desarrolla ya según los esquemas de “sentido común” que tantas veces ayudaron en la solución de problemas, sino bajo la batuta -más influenciable, más controlable- del burocratismo exacerbado. Es imposible la libre competencia entre ideas y propuestas que nos ayuden en la búsqueda de la solución más eficiente, más justa, más duradera. La búsqueda irrenunciable de la verdad, la labor científica han caído en desgracia víctimas de un aparente “consenso” que nos impone el CO2 emitido por la actividad humana como causa principal del cambio climático al que asistimos, y ello a pesar de que nadie ha podido demostrar una correlación 1:1 (ni peor tampoco) entre la concentración de CO2 y la temperatura del aire. Cuando en 1988 la World Meteorological Organization y el Programa Medioambiental de la ONU (Unep) “fundaron” el IPCC, lo hicieron con una misión definida de antemano: demostrar que el hombre, con sus emisiones de CO2, es el responsable del leve calentamiento global observado durante el siglo pasado. Esto bastaría ya para desnudar al IPCC de cualquier cualidad científica, presentarlo como lo que es: un gremio político. Pues en ciencia, la palabra “consenso” no existe. En ciencia no existe la “certeza provisional”, sino el “conocimiento provisional”: lo que sabemos hoy puede demostrarse falso mañana.

La certeza provisional del IPCC se ha servido del nihilismo generalizado para convertirnos no ya en siervos de una eco-tiranía, sino en los principales culpables de una desgracia inventada.

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