25 de octubre de 2012

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Diálogos en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

DIALOGO SEPTIMO

Maquiavelo- Aquí podemos detenernos.

Montesquieu- Os escucho.

Maquiavelo- Debo deciros ante todo que estáis profundamente
equivocado con respecto a la aplicación de mis principios. El despotismo
aparece siempre a vuestros ojos con el ropaje caduco del monarquismo
oriental; yo no lo entiendo así; con sociedades nuevas, es preciso emplear
procedimientos nuevos. No se trata hoy en día, para gobernar, de cometer
violentas iniquidades, de decapitar a los enemigos, de despojar de sus
bienes a nuestros súbditos, de prodigar los suplicios; no, la muerte, el
saqueo y los tormentos físicos solo pueden desempeñar un papel bastante
secundario en la política interior de los Estados modernos.


Montesquieu- Es una inmensa suerte.

Maquiavelo- Os confieso, sin duda, que muy poca admiración me inspiran
vuestras civilizaciones de cilindros y tuberías; sin embargo, marcho,
podéis creerlo, al mismo ritmo del siglo; el vigor de las doctrinas asociadas
a mi nombre estriba en que se acomodan a todos los tiempos y la
situaciones más diversas. En nuestros días Maquiavelo tiene nietos que el
valor de sus enseñanzas. Se me cree decrépito, y sin embargo
rejuvenezco día a día sobre la tierra.

Montesquieu- ¿Os burláis de vos mismo?

Maquiavelo- Si me escucháis, podréis juzgar. En nuestros tiempos se
trata no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de
combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus
instintos que de burlarlos, no simplemente de proscribir sus ideas sino de
trastocarlas, apropiándose de ellas.

Montesquieu- ¿Y de qué manera? No entiendo este lenguaje.

Maquiavelo- Permitidme; esta es la parte moral de la política; pronto
llegaremos a las aplicaciones prácticas. El secreto principal del gobierno
consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo
por completo de las ideas y los principios con los que hoy se hacen las
revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al igual que los hombres
se han contentado con palabras. Casi invariablemente les basta con las
apariencias; no piden nada más. Es posible crear instituciones ficticias que
responden a un lenguaje y a ideas igualmente ficticios; es imprescindible
tener el talento para arrebatar a los partidos esa fraseología liberal con
que se arman para combatir al gobierno. Es preciso saturar de ella a los
pueblos hasta el cansancio, hasta el hartazgo. Se suele hablar hoy en día
del poder de la opinión; yo os demostraré que, cuando se conocen los
resortes ocultos del poder, resulta fácil hacerse expresar lo que uno
desea. Empero antes de soñar siquiera en dirigirlas, es preciso aturdirla,
sumirla en la incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar
en ella incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda suerte de
movimientos diversos, extraviarla insensiblemente en sus propias vías.
Uno de los grandes secretos del momento consiste en adueñarse de los
prejuicios y pasiones populares a fin de provocar confusión que haga
imposible todo entendimiento entre gentes que hablan la misma lengua y
tienen los mismos intereses.

Montesquieu- ¿Cuál es el sentido de estas palabras cuya oscuridad tiene
un no sé que de siniestro?

Maquiavelo- Si el sabio Montesquieu desea reemplazas la política por los
sentimientos, acaso debiera detenerme aquí; yo no pretendía situarme en
el terreno de la moral. Me habéis desafiado a detener el movimiento en
vuestras sociedades atormentadas sin cesar por el espíritu de la anarquía
y la rebelión. ¿Me permitiréis que os diga cómo resolvería el problema?
Podéis poner a salvo vuestros escrúpulos aceptando esta tesis como una
cuestión de pura curiosidad.

Montesquieu- Sea.

Maquiavelo- Concibo asimismo que me pidáis indicaciones más precisas;
ya llegaré a ellas; mas permitidme que os diga ante todo en qué
condiciones esenciales puede hoy el príncipe consolidar su poder. Deberá
en primer término dedicarse a destruir los partidos, a disolver, dondequiera
existan, las fuerzas colectivas, a paralizar en todas sus manifestaciones la
iniciativa individual; a continuación, el nivel mismo de temple decaerá
espontáneamente, y todos las brazos, así debilitados, cederán a la
servidumbre. El poder absoluto no será entonces un accidente, se habrá
convertido en una necesidad. Estos preceptos políticos no son
enteramente nuevos, mas, como os lo decía, son los procedimientos y no
los preceptos los que deben serlo. Mediante simples reglamentaciones
policiales y administrativas es posible lograr, en gran parte, tales
resultados. En vuestras sociedades tan espléndidas, tan maravillosamente
ordenadas, habéis instalado, en vez de monarcas absolutos, un monstruo
que llamáis Estado, nuevo Briareo cuyos brazos se extienden por
doquier, organismo colosal de tiranía a cuya sombra siempre renacerá el
despotismo. Pues bien, bajo la invocación del Estado, nada será más fácil
que consumar la obra oculta de que os hablaba hace un instante, y los
medios de acción más poderosos serán quizá los que, merced a nuestro
talento, tomaremos en préstamo de ese mismo régimen industrial que
tanto admiráis.
Con la sola ayuda del poder, encargado de dictar los reglamentos
instituiría, por ejemplo, inmensos monopolios financieros, depósitos de la
riqueza pública, de los cuales tan estrechamente dependerán todas las
fortunas privadas que estas serían absorbidas junto con el crédito del
Estado al día siguiente de cualquier catástrofe política. Vos sois
economista, Montesquieu, sopesad el valor de esta combinación.
Una vez jefe de gobierno, todos mis edictos, todas mis ordenanzas
tenderían constantemente al mismo fin: aniquilar las fuerzas colectivas e
individuales, desarrollar en forma desmesurada la preponderancia del
Estado, convertir al soberano en protector, promotor y remunerador.
He aquí otra combinación también pedida en préstamo del orden
industrial: en los tiempos que corren, la aristocracia, en cuanto fuerza
política, ha desaparecido; pero la burguesía territorial sigue siendo un
peligroso elemento de resistencia para los gobiernos, porque es en sí
misma independiente; puede que sea necesario empobrecerla o hasta
arruinarla por completo. Bastará para ello, aumentar los gravámenes que
pesan sobre la propiedad rural, mantener la agricultura en condiciones de
relativa inferioridad, favorecer a ultranza el comercio y la industria, pero
sobre todo la especulación; porque una excesiva prosperidad de la
industria puede a su vez convertirse en un peligro, al crear un número
demasiado grande de fortunas independientes.
Se reaccionará provechosamente contra los grandes industriales, contra
los fabricantes, mediante la incitación a un lujo desmedido, mediante la
elevación del nivel de los salarios, mediante ataques a fondo hábilmente
conducidos contra las fuentes mismas de producción. No es preciso que
desarrolle estas ideas hasta sus últimas consecuencias, sé que percibís a
las mil maravillas en qué circunstancias y con qué pretextos puede
realizarse todo esto. El interés del pueblo, y hasta una suerte de celo por
la libertad, por los elevados principios económicos, cubrirán fácilmente, si
se quiere, el verdadero fin. Huelga decir que el mantenimiento permanente
de un ejército formidable, adiestrado sin cesar por medio de guerras
exteriores, debe constituir el complemento indispensable de este sistema:
es preciso lograr que en el Estado no haya más que proletarios, algunos
millonarios, y soldados.

Montesquieu- Continuad.

Maquiavelo- Esto, en cuanto a la política interior del Estado. En materia
de política exterior, es preciso estimular, de uno a otro confín de Europa, el
fermento revolucionario que en el país se reprime. Resultan de ello dos
ventajas considerables: la agitación liberal en el extranjero disimula la
opresión en el interior. Además, por ese medio, se obtiene el respeto de
todas las potencias, en cuyos territorios es posible crear a voluntad el
orden o el desorden. El golpe maestro consiste en embrollar por medio de
intrigas palaciegas todos los hilos de la política europea a fin de utilizar
una a una a todas las potencias. No os imaginéis que esta duplicidad, bien
manejada, pueda volverse en detrimento de un soberano. Alejandro VI, en
sus negociaciones diplomáticas, nunca hizo otra cosa que engañar; sin
embargo, siempre logró sus propósitos, a tal punto conocía la ciencia de la
astucia (Tratado del Príncipe, capítulo XII). Empero en lo que hoy llamáis el
lenguaje oficial, es preciso un contraste violento, ningún espíritu de
lealtad y conciliación que se afecte resultaría excesivo; los pueblos que no
ven sino la apariencia de las cosas darán fama de sabiduría al soberano
que así sepa conducirse.
A cualquier agitación interna debe poder responder con una guerra
exterior; a toda revolución inminente con una guerra general; no obstante,
como en política las palabras no deben nunca estar de acuerdo con los
actos, es imprescindible que, en estas diversas coyunturas, el príncipe sea
lo suficientemente hábil para disfrazar sus verdaderos designios con el
ropaje de designios contrarios; debe crear en todo momento la impresión
de ceder a las presiones de la opinión cuando en realidad ejecuta lo
secretamente preparado por su propia mano.
Para resumir en una palabra todo el sistema, la revolución, en el Estado,
se ve contenida, por un lado, por el terror a la anarquía, por el otro, por la
bancarrota y, en última instancia, por la guerra general.
Habréis advertido ya, por las rápidas indicaciones que acabo de daros, el
importante papel que el arte de la palabra está llamado a desempeñar en
la política moderna. Lejos estoy, como veréis, de desdeñar la prensa, y si
fuera preciso no dejaría de utilizar asimismo la tribuna; lo esencial es
emplear contra vuestros adversarios todas las armas que ellos podrían
emplear contra vos. No contento con apoyarme en la fuerza violenta de la
democracia, desearía adoptar, de las sutilezas del derecho, los recursos
más sabios. Cuando uno toma decisiones que pueden parecer injustas o
temerarias, es imprescindible saber enunciarlas en los términos
convenientes, sustentarlas con las más elevadas razones de la moral y del
derecho.
El poder con que yo sueño, lejos, como veis, de tener costumbres
bárbaras, debe atraer a su seno todas las fuerzas y todos los talentos de
la civilización en que vive. Deberá rodearse de publicistas, abogados,
jurisconsultos, de hombres expertos en tareas administrativas, de gentes
que conozcan a fondo todos los secretos, todos los resortes de la vida
social, que hablen todas las lenguas, que hayan estudiado al hombre en
todos loa ámbitos. Es preciso conseguirlos por cualquier medio, ir a
buscarlos donde sea, pues estas gentes prestan, por los procedimientos
ingeniosos que aplican a lo política, servicios extraordinarios. Y junto con
esto, todo un mundo de economistas, banqueros, industriales, capitalistas,
hombres con proyectos, hombres con millones, pues en el fondo todo se
resolverá en una cuestión de cifras.
En cuanto a las más altas dignidades, a los principales
desmembramientos del poder, es necesario hallar la manera de conferirlos
a los hombres cuyos antecedentes y cuyo carácter obran un abismo entre
ellos y los otros hombres; hombres que solo puedan esperar la muerte o el
exilio en caso de cambio de gobierno y se vean en la necesidad de
defender hasta el postrer suspiro todo cuanto es.
Suponed por un instante que tengo a mi disposición los diferentes
recursos morales y materiales que acabo de indicaros; dadme ahora una
nación cualquiera. ¡Oídme bien! En El Espíritu de las Leyes (El Espíritu de
las Leyes, libro XIX, cap.. V) consideráis como un punto capital no cambiar el
carácter de una nación cuando se quiere conservar su vigor original.
Pues bien, no os pediría ni siquiera veinte años para transformar de la
manera mas completa el más indómito de los caracteres europeos y para
volverlo tan dócil a la tiranía como el más pequeño de los pueblos de Asia.

Montesquieu- Acabáis de agregar, sin proponéroslo , un capítulo a
vuestro Tratado del Príncipe. Sean cuales fueren vuestras doctrinas, no
las discuto; tan solo os hago una observación. Es evidente que de ningún
modo habéis cumplido con el compromiso que habíais asumido; el empleo
de todos estos medios supone la existencia del poder absoluto, y yo os he
preguntado precisamente cómo podríais establecerlo en sociedades
políticas que descansan sobre instituciones liberales.

Maquiavelo- Vuestra observación es perfectamente justa y no pretendo
eludirla. Este comienzo era apenas un prefacio.

Montesquieu- Os pongo, pues en presencia de un Estado, monarquía o
república, fundado sobre instituciones representativas; os hablo de una
nación familiarizada desde hace mucho tiempo con la libertad; y os
pregunto cómo, partiendo de allí, podréis retornar al poder absoluto.

Maquiavelo- Nada más fácil.

Montesquieu- Veamos.

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