19 de octubre de 2012

Sigue el diálogo

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Dialogo Cuarto
...
Dialogo Undecimo
Dialogo Duodecimo


Diálogos en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

DIALOGO QUINTO

Montesquieu- Vacilo en contestaros, Maquiavelo, pues en vuestras
últimas palabras recibo un no sé qué de ironía satánica que me induce a
sospechar la falta de un completo acuerdo entre vuestra prédica y vuestro
íntimo pensar. Sí; existe en vos esa funesta elocuencia que nos extravía
de la verdad y realmente sois el tétrico genio, cuyo nombre aún causa
espanto en las actuales generaciones. Admito empero de buena gana que
mucho perdería al callar en presencia de un espíritu tan poderoso como el
vuestro; deseo escucharos hasta el fin y asimismo explicar, aunque pocas
esperanzas abrigo desde ahora de persuadiros. Acabáis de hacer una
pintura verdaderamente siniestra de la sociedad moderna; ignoro si fiel,
mas en todo caso incompleta, porque en cualquier cosa el bien existe
junto al mal, y en vuestra exposición únicamente aparece el mal; tampoco
me habéis proporcionado los medios de verificar hasta qué punto estáis en
lo cierto, pues desconozco de qué pueblos o Estados hablabais al hacer
tan negro cuadro de las costumbres contemporáneas.

Maquiavelo- Pues bien, supongamos que he tomado como ejemplo a la
nación europea con el más alto grado de civilización y a la que menos, me
apresuro a decirlo, podría corresponder la imagen que acabo de pintar...


Montesquieu- ¿Os referís a Francia?

Maquiavelo- Si

Montesquieu- Tenéis razón; es en Francia donde menos han penetrado
las oscuras doctrinas del materialismo. Sigue siendo la cuna de las
grandes ideas y pasiones, cuyas fuentes, según vos, están cegadas, y de
ella partieron los grandes principios del derecho público, a los que no
asignáis lugar alguno en el gobierno de los Estados.

Maquiavelo- Y podríais agregar que es el tradicional campo de
experimentación de las teorías políticas.

Montesquieu- Desconozco que haya prosperado de manera durable
experiencia alguna encaminada a establecer el despotismo en una nación
contemporánea, y en Francia menos que en ninguna; y por ello encuentro
poco acordes con la realidad vuestras teorías sobre la necesidad del poder
absoluto. Hasta el momento, solo sé de dos Estados europeos privados
por completo de las instituciones liberales que, en todas partes, han ido
modificando el elemento monárquico puro: Turquía y Rusia; pero si
observáis de cerca los movimientos interiores que se están operando en el
seno de esta última potencia, quizás encontrarais los síntomas de una
próxima transformación. Por cierto, vos anunciáis que, en un porvenir más
o menos cercano, los pueblos, amenazados por una inevitable disolución,
volverán al despotismo como áncora de salvación; que han de constituirse
bajo la forma de monarquías absolutas, parecidas a las de Asia. No es
más que una predicción, ¿cuánto tiempo tardará en cumplirse?

Maquiavelo- Menos de un siglo

Montesquieu- Sois adivino; un siglo es siempre un siglo; permitid,
empero, que os diga que vuestras predicciones no se realizarán. No
debemos contemplar las sociedades modernas con los ojos del pasado.
Costumbres, usos, necesidades, todo ha variado. No es conveniente
entonces confiar sin reservas en las inducciones de la analogía histórica,
cuando se trata de apreciar el destino que a esas sociedades les está
deparado. Sobre todo, es preciso cuidarse de considerar leyes universales
hechos que son simples accidentes y de convertir en normas generales las
necesidades de una situación dada o de una época determinada.
¿Debemos acaso inferir que el despotismo es la norma de gobierno, por el
hecho de que en múltiples ocasiones históricas ha sobrevenido como
consecuencia de las perturbaciones sociales? De que en el pasado pudo
servir de transición, ¿he de concluir que es apto para resolver la crisis de
los tiempos modernos? ¿No es más lógico afirmar que a nuevos males
nuevos remedios, a nuevos problemas nuevas soluciones, a nuevos
hábitos sociales nuevas costumbres políticas? Propender al
perfeccionamiento, al progreso, es ley invariable de las sociedades; las ha
condenado a ello, por decirlo así, la eterna sabiduría; es ella la que niega
la posibilidad de desandar el camino. Están obligadas a alcanzar este
progreso.

Maquiavelo- O a perecer.

Montesquieu- No vallamos a los extremos. Jamás se ha visto que las
sociedades mueran al nacer. Una vez constituidas de acuerdo con la
modalidad que les corresponde, puede ocurrir que, al corromperse sus
instituciones, se debiliten y mueran; pero ya habrían vivido por varios
siglos. Así es como los diversos pueblos de Europa han pasado, a través
de sucesivas transformaciones, del sistema feudal al sistema monárquico,
y del sistema monárquico puro al régimen constitucional. Este desarrollo
progresivo, de tan importante unidad, nada tiene de fortuito; se ha
producido como la consecuencia necesaria del movimiento que se ha
operado en las ideas antes de traducirse en los hechos.
Las sociedades no pueden tener otras formas de gobierno que las que
corresponden a sus principios, y es esta la ley absoluta la que contradecís
cuando consideráis al despotismo compatible con la civilización moderna.
Mientras los pueblos han contemplado la soberanía como una pura
emanación de la voluntad divina, se han sometido sin un murmullo al
poder absoluto; mientras sus instituciones han resultado insuficientes para
garantizar su marcha, han aceptado la arbitrariedad. Empero, desde el día
en que sus derechos fueron reconocidos y solemnemente declarados;
desde el día mismo en que instituciones más fecundas pudieron resolver
por el camino de la libertad las diversas funciones del cuerpo social, la
política tradicional de los príncipes se derrumbó; el poder quedó reducido
a algo así como a una dependencia del dominio público; el arte de
gobernar se transformó en un mero asunto administrativo. En nuestros
días, el ordenamiento de las cosas en los Estados asume características
tales, que el poder dirigente solo de manifiesta como el motor de las
fuerzas organizadas.
Claro está que, si suponéis a estas sociedades contaminadas por todas
las corrupciones, todos los vicios a que aludíais hace apenas un instante,
caerán rápidamente en la descomposición; mas ¿no os percatáis de que
vuestro argumento es una verdadera petición de principio? ¿ Desde
cuando la libertad envilece las almas y degrada los caracteres? No son
estas las enseñanzas de la historia; pues ella atestigua por doquier con
letras de fuego que los pueblos más insignes han sido siempre los más
libres. Y si es cierto, como decís, que en algún lugar de Europa que yo
desconozco, las costumbres se han corrompido, han de ser porque ha
pasado por él el despotismo; porque la libertad se habrá extinguido; es
preciso, pues, mantenerla donde existe, y donde ha desaparecido,
restablecerla.
En este momento, no lo olvidéis, nos encontramos en el terreno de los
principios; y si los vuestros difieren de los míos, les exijo sean invariables:
empero, no sé más donde estoy cuando oigo ponderar la libertad en los
pueblos antiguos, y proscribirla en los modernos, rechazarla o admitirla
según las épocas y los lugares. Estas distinciones, aun suponiéndolas
justificadas, no impiden en todo caso que el principio permanezca intacto,
y al principio y solo al principio me atengo.

Maquiavelo- Os veo evitar los escollos, cual hábil piloto que permanece
en alta mar. Las generalidades suelen prestar considerable ayuda en la
discusión; pero confieso mi impaciencia por saber cómo el grave
Montesquieu saldrá del paso con el principio de la soberanía popular.
Ignoro, hasta este momento, si forma parte o no de vuestro sistema. ¿Lo
admitís, o no lo admitís?

Montesquieu- No puedo responder a una pregunta que se me plantea en
esos términos.

Maquiavelo- Seguro estaba de que vuestra razón misma habría de
ofuscarse en presencia de este fantasma.

Montesquieu- Os equivocáis, Maquiavelo; sin embargo, antes de
responderos, debería recordaros lo que mis escritos han significado, el
carácter de la misión que han podido llenar. Habéis asociado mi nombre
con las iniquidades de la Revolución francesa; es un juicio harto severo
para el filósofo que con un paso tan prudente ha avanzado hacia la
búsqueda de la verdad. Nacido en un siglo de efervescencia intelectual, en
vísperas de una revolución que habrá de desterrar de mi patria las
antiguas formas del gobierno monárquico, puedo decir que ninguna de las
consecuencias inmediatas del movimiento que se operaba en las ideas
escapó a mi mirada desde ese momento. No podía ignorar que
necesariamente un día el sistema de la división de poderes desplazaría el
sitial de la soberanía.
Este principio, mal conocido, mal definido, y sobre todo mal aplicado,
podía engendrar equívocos terribles, y desquiciar a la sociedad francesa
en pleno. Fue el presentimiento de tales peligros la norma que guió mis
obras. Por ello, en tanto ciertos innovadores imprudentes atacaban de
lleno la raíz misma del poder, preparando, a sus espaldas, una catástrofe
formidable, yo me dediqué exclusivamente a estudiar las formas de los
gobiernos libres, a inferir los principios propiamente dichos que regían su
establecimiento. Más estadista que filósofo, más jurisconsulto que teólogo,
legislador practico, si la osadía de esta palabra me está permitida, antes
que teórico, creía hacer más por mi país enseñándole a gobernarse, que
poniendo en tela de juicio el principio mismo de autoridad. ¡No quiera Dios,
empero, que pretenda atribuirme méritos más puros a expensas de
aquellos que, como yo, han buscado la verdad de buena fe! Todos hemos
cometido errores, mas cada uno es responsable de sus obras.
Sí, Maquiavelo, y es esta una concesión que no titubeo en haceros, teníais
razón cuando decíais hace un instante que la emancipación del pueblo
francés hubiera debido realizarse de conformidad con los principios
superiores que rigen la existencia de las sociedades humanas, y esta
reserva os permitirá prever el juicio que habré de emitir acerca del
principio de la soberanía popular.
Ante todo, no admito en ningún momento una designación que parece
excluir de la soberanía a las clases mas esclarecidas de la sociedad. Esta
distinción es fundamental, pues de ella dependerá que un Estado sea una
democracia pura o un Estado representativo. Si la soberanía reside en
alguna parte, reside en la nación entera; para comenzar, yo la llamaría
entonces soberanía nacional. Sin embargo, la idea de esta soberanía no
es una verdad absoluta, es tan solo relativa. La soberanía del poder
humano responde a una idea profundamente subversiva, la soberanía del
derecho; ha sido esta doctrina materialista y atea la que ha precipitado la
Revolución francesa en un baño de sangre, la que le ha infligido el oprobio
del despotismo después del delirio de la independencia. No es exacto
decir que las naciones son dueñas absolutas de sus destinos, pues su
amo supremo es Dios mismo, y jamás serán ajenas a su potestad. Si
poseyeran la soberanía absoluta, serí an omnipotentes, aun contra la
justicia eterna y hasta contra Dios; ¿quién osaría desafiarlo? Pero el
principio del derecho divino, con la significación que comúnmente se le
asigna, no es un principio menos funesto, porque condena los pueblos al
oscurantismo, a la arbitrariedad, a la nada; restablece lógicamente el
régimen de las castas, convierte a los pueblos en un rebaño de esclavos,
guiados, como en la India, por la mano de los sacerdotes, temblorosos
bajo la vara del amo. ¿Acaso podía ser de otra manera? Si el soberano es
el enviado de Dios, si es el representante de la divinidad sobre la tierra,
tiene plenos poderes sobre las criaturas humanas sometidas a su imperio,
y ese poder no tendrá más freno que el de las normas generales de
equidad, de las que siempre resultará fácil librarse.
En el campo que separa estas dos opiniones extremas donde se han
librado las furiosas batallas del espíritu de partido; unos exclaman: ¡No
existe ninguna autoridad divina!; los otros: ¡No puede haber ninguna
autoridad humana! ¡Oh, Providencia divina, mi razón se rehúsa a aceptar
cualquiera de estas alternativas; ambas me parecen por igual blasfemias
contra tu suprema sabiduría¡ Entre el derecho divino que excluye al
hombre y el derecho humano que excluye a Dios, se encuentra la verdad,
Maquiavelo; las naciones, como los individuos, son libres entre las manos
de Dios. Tienen todos los derechos, todos los poderes, con la
responsabilidad de utilizarlos de acuerdo con las normas de la justicia
eterna. La soberanía es humana en el sentido en que es otorgada por los
hombres, y que son los hombres quienes la ejercen; es divina en el
sentido en que ha sido instituida por Dios, y que solo puede ejercerse de
acuerdo con los preceptos que Él ha establecido.

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