23 de octubre de 2012

Sigue la crítica al gobierno de Napoleón III (1864)

Dialogo Primero
Dialogo Segundo
Dialogo Tercero
Dialogo Cuarto
Dialogo Quinto
...
Dialogo Undecimo
Dialogo Duodecimo


Diálogos en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

DIALOGO SEXTO

Maquiavelo- Me gustaría llegar a consecuencias concretas. ¿Hasta dónde
la mano de Dios se extiende sobre la humanidad? ¿Quién hace a los
soberanos?

Montesquieu- Los pueblos.

Maquiavelo- Está escrito: Per me reges regnant. Lo cual significa al pie
de la letra: Dios hace a los reyes.

Montesquieu- Es una traducción para uso del Príncipe, oh Maquiavelo, y
de vos la ha tomado en este siglo uno de vuestros más ilustres partidarios
(Montesquieu alude aquí sin duda a Joseph de Maistre, cuyo nombre vuelve a aparecer más adelante.
Nota del editor), mas no es la de las Santas Escrituras. Dios ha instituido la
soberanía, no instituye los soberanos. Allí se detiene su mano
omnipotente, porque allí comienza el libre albedrío humano. Los reyes
reinan de acuerdo con mis mandamientos, deben reinar según mi ley, tal
es el sentido del libro divino. Si fuese de otra manera, habría que admitir
que tanto los príncipes buenos como los malos son elegidos por la
Providencia; habría que inclinarse ante Nerón como ante Tito, ante
Calígula como ante Vespasiano. No, Dios no ha querido que las más
sacrílegas denominaciones puedan invocar su protección, que las más
infames de las tiranías reclamen para sí su investidura. A los pueblos
como a los reyes, Dios les ha impuesto la responsabilidad de sus actos.

Maquiavelo- Abrigo serias dudas en cuanto a la ortodoxia de lo que
afirmáis. De todos modos, según vos, ¿son los pueblos los que disponen
de la autoridad suprema?


Montesquieu- Tened cuidado, pues al impugnarlo corréis el riesgo de
alzaros en contra de una verdad del más puro sentido común. No es
ningún hecho nuevo en la historia. En los tiempos antiguos, en el
medioevo, en todos aquellos lugares donde la dominación se estableció
por otros medios que los de la invasión o la conquista, el poder soberano
nació por obra de la libre voluntad de los pueblos, bajo la forma original de
la elección. Para citar tan solo un ejemplo, así fue como en Francia el jefe
de la dinastía carlovingia sucedió a los descendientes de Clodoveo, y la de
los Hugo Capeto a la de Carlomagno (El espíritu de las leyes, libro XXXI, capítulo
IV). No cabe duda de que el carácter electivo de los monarcas ha sido
sustituido por el carácter hereditario. La excelencia de los servicios
prestados, el reconocimiento público, las tradiciones terminaron por
asentar la soberanía en las principales familias de Europa, y nada podía
ser más legítimo. Pero el principio de la omnipotencia nacional está
siempre en el fondo de las revoluciones, siempre ha estado llamado a
consagrar poderes nuevos. Es un principio anterior y preexistente, que las
diversas constituciones de los Estados modernos no pueden menos que
confirmar de manera más cabal.

Maquiavelo- Pero entonces, si son los pueblos quienes eligen a sus
amos, también pueden derrocarlos. Si tienen el derecho de establecer la
forma de gobierno que les conviene, ¿quién podrá impedir que la cambien
al capricho de su voluntad? El fruto de vuestras doctrinas no será un
régimen de orden y libertad, será una interminable era de revoluciones.

Montesquieu- Confundís el derecho con el abuso a que puede conducir
su ejercicio, los principios con su aplicación; hay en ello diferencias
fundamentales, sin las cuales resulta imposible entenderse.

Maquiavelo- Os he pedido consecuencias lógicas; no os hagáis la ilusión
de aludirlas; negádmelas, si lo queréis. Deseo saber si, de acuerdo con
vuestros principios, los pueblos tienen el derecho de derrocar a sus
soberanos.

Montesquieu- Sí, en situaciones extremas y por causas justas.

Maquiavelo- ¿Quién será el juez de esos casos extremos y de la justicia
de esas causas?

Montesquieu- ¿Y quién pretendéis que lo sea, sino los pueblos mismos?
¿Acaso las cosas han acontecido de otro modo desde que el mundo es
mundo? Una sanción temible, sin duda, pero saludable y a la vez
inevitable. ¿Cómo es posible que no os percatéis de que la doctrina
contraria, la que ordenase a los hombres el respeto de los gobiernos más
aborrecibles, los sometería una vez más al yugo del fatalismo
monárquico?

Maquiavelo- Vuestro sistema tiene un único inconveniente, el de suponer
en los pueblos la infalibilidad de la razón. ¿No tienen ellos, por ventura, al
igual que los hombres, sus pasiones, sus errores, sus injusticias?

Montesquieu- Cuando los pueblos cometan faltas, serán castigados como
hombres que pecaran contra la ley moral.

Maquiavelo- ¿De que manera?

Montesquieu- Sus castigos serán las plagas de la discordia, la anarquía y
aun el despotismo. Hasta el día de la justicia divina, no existe en esta
tierra ninguna otra justicia.

Maquiavelo- Acabáis de pronunciar la palabre despotismo, ya veis que
volvemos a lo mismo.

Montesquieu- Esta objeción, Maquiavelo, no es digna de vuestro excelso
espíritu; he consentido en llegar hasta las más extremas consecuencias de
los principios que vos combatís, falseando así la noción de lo verdadero.
Dios no ha concedido a los pueblos ni el poder, ni la voluntad de cambiar
de este modo las formas de gobierno sobre las que descansa la existencia
misma. En las sociedades políticas, como en los seres organizados, la
naturaleza misma de las cosas limita la expansión de las fuerzas libres. Es
preciso que el alcance de vuestro argumento se ciña a lo que es aceptable
para la razón.
Suponéis que, al influjo de las ideas modernas, las revoluciones serán
más frecuentes; no serán más frecuentes, quizá lo sean menos. Las
naciones, como bien decíais hace un momento, viven en la actualidad de
la industria, y lo que a vos os parecía una causa se servidumbre es a un
mismo tiempo el principio del orden de la libertad. No desconozco las
plagas que aquejan a las civilizaciones industriales, más no debemos
negarles sus méritos, ni desnaturalizar sus tendencias. Esas sociedades
que viven del trabajo, del crédito , del intercambio son, por más que se
diga, sociedades esencialmente cristianas, pues todas esas formas tan
pujantes y variadas de la industria no son en el fondo más que la
aplicación de ciertas elevadas ideas morales tomadas del cristianismo,
fuente de toda fuerza, de toda verdad.
Tan importante papel desempeña la industria en el movimiento de las
sociedades modernas que, desde el punto de mira en que os colocáis, no
es posible hacer ningún cálculo exacto sin considerar su influencia;
influencia que no es en modo alguno la que vos creéis poder asignarle.
Nada puede ser más contrario al principio de la concentración de poderes
que la ciencia, que procura hallar las relaciones de la vida industrial, u las
máximas que de ella se desprenden. La economía política tiende a no ver
en el organismo más que un mecanismo necesario, si bien en extremo
costoso, cuyos resortes es preciso simplificar, y reduce el cometido del
gobierno a funciones tan elementales que su mayor inconveniente es
quizás el de destruir su prestigio. La industria es la enemiga nata de las
revoluciones, porque sin un orden social perece, y sin ella el movimiento
vital de los pueblos modernos se detiene. No puede prescindir de la
libertad, dado que solo vive de las manifestaciones de la libertad y, tenedlo
bien presente, las libertades en materia de industria engendran
necesariamente las libertades políticas; por ello se ha dicho que los
pueblos más avanzados en materia de industria son también los más
avanzados en materia de libertad. Olvidaos de la India y de la China, que
viven bajo el destino ciego de la monarquía absoluta; volved la mirada a
Europa, y veréis.
Acabáis de pronunciar una vez más la palabra despotismo; pues bien,
Maquiavelo, vos, cuyo genio sombrío tan profundamente conoce todas las
vías subterráneas, todas las combinaciones ocultas, todos los artificios
legales y gubernamentales con cuya ayuda es posible encadenar en los
pueblos el movimiento de los brazos y de las ideas; vos, que despreciáis a
los hombres, que soñáis para ellos con las terribles dominaciones del
Oriente; vos, cuyas doctrinas políticas responden a las pavorosas teorías
de la mitología india, queréis decirme, os conjuro a ello, cómo os
ingeniaríais para organizar el despotismo en aquellos pueblos en los que
el derecho público reposa esencialmente sobre la libertad, donde la moral
y la religión despliegan todos los movimientos en el mismo sentido; en
naciones cristianas que viven del comercio y de la industria; en Estados
cuyos cuerpos políticos están expuestos a la publicidad de la prensa que
arrojan torrentes de luz en los más oscuros rincones del poder; apelad a
todos los recursos de vuestra inagotable imaginación, buscad, inventad, y
si resolvéis este problema, declararé con vos que el espíritu moderno está
vencido.

Maquiavelo- Me dais carta blanca; tened cuidado, pues podría tomaros la
palabra.

Montesquieu- Hacedlo, os lo suplico.

Maquiavelo- Estoy persuadido de que no os defraudaré.

Montesquieu- Quizá dentro de pocas horas debamos separarnos. Estos
parajes os son desconocidos; seguidme, pues, en los rodeos que haré
junto a vos a lo largo de este sendero tenebroso; tal vez podamos evitar
aún durante algunas horas el reflujo de las sombras que avanzan desde
aquellas lejanías.


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