7 de junio de 2014

Larga vida al rey

La paradoja monárquica tras la abdicación del rey
La abrupta transición en la nobleza española reabre el debate por la vigencia de las monarquías

James Neilson

En buena lógica, los republicanos tienen razón. La monarquía es una institución anticuada y nada democrática que es propia de tiempos mucho menos esclarecidos que los nuestros. Es absurdo que, merced solo a un accidente de nacimiento, una persona pueda llegar a ser jefe de un Estado moderno, heredando el cargo como si se tratara de un bien de familia.

Fue de prever, pues, que al difundirse la noticia de que el rey español Juan Carlos acababa de abdicar, el centro de Madrid se llenará de manifestantes que reclamaron una “tercera república”. En España, la palabra república tiene connotaciones especiales, izquierdistas, que la atroz guerra civil de hace casi ochenta años afianzó en la memoria colectiva, pero aun cuando este no fuera el caso, los defensores del sistema monárquico carecerían de armas ideológicas contundentes. Para el heredero del trono, el pronto a ser Felipe VI, las dudas en cuanto a la legitimidad de la monarquía serán un problema mayúsculo.

Con todo, si bien desde el punto de vista de los que quieren que los sistemas políticos se basen en principios racionales y se resisten a tolerar que haya una casta de privilegiados por derechos de sangre, es aberrante que todavía existan monarquías hereditarias, no puede negarse que, en Europa por lo menos, los países que las conservan están entre los más igualitarios y los mejor gobernados. En la lista de países relativamente libres de corrupción confeccionada por Transparencia Internacional, de los diez considerados más honestos siete son monarquías constitucionales.

En el ranking del “desarrollo humano” de la ONU, las monarquías ocupan seis de los diez puestos más altos, mientras que, cuando de la igualdad se trata, los cuatro primeros son Noruega, Australia, Suecia y Holanda. De organizarse una competencia mundial entre un equipo de monarquías constitucionales y otro de repúblicas, aquel triunfaría en las categorías en que debería perder por goleada, ya que el sistema a que se adhieren sus integrantes difícilmente podría ser más personalista y más inequitativo.

En 1952, el derrocado monarca egipcio Faruq lamentó que “pronto solo quedarán cinco reyes; los reyes de Inglaterra, de diamantes, de corazones, de espadas y de tréboles”. Se equivocaba. No sólo en Gran Bretaña más las naciones independientes que priorizan sus lazos con la madre patria y el Japón, sino también en países tan emblemáticamente progresistas como Holanda y los escandinavos, las monarquías locales siguen disfrutando de buena salud.

Podría argüirse que el orden híbrido, un pacto entre una versión romántica del pasado y un presente movedizo que conforma a muy pocos, que impera en el noroeste de Europa ha resultado ser mejor que cualquier producto de las usinas intelectuales de Francia y Alemania que tanto han incidido, con consecuencias catastróficas para decenas de millones de hombres, mujeres y niños, en el pensamiento político del resto del planeta.
El secreto del éxito de las monarquías constitucionales es sencillo: el rey reina, pero no gobierna.

Tiene que ubicarse por encima o, si se prefiere, al lado de las luchas facciosas o los grandes enfrentamientos ideológicos, comprometiéndose con el sistema en su conjunto, como en efecto hizo Juan Carlos en ocasión del tragicómico “Tejerazo” de febrero de 1981, cuando un teniente coronel ofuscado tomó el Congreso por asalto con el propósito de instalar una dictadura castrense. Puede que la aún vacilante democracia española hubiera sobrevivido sin la intervención pública del monarca, pero, felizmente para él, sus compatriotas optaron por atribuirle la humillación de los golpistas, desvinculándolo por fin del franquismo que lo había apadrinado, lo que le permitió prolongar una treintena de años más un reinado que hasta entonces muchos habían supuesto sería breve.

Felipe de Borbón y Grecia no tendrá que preocuparse por las actividades de militares nostálgicos de mentalidad parecida a ciertos latinoamericanos. Los peligros que enfrentará serán más difusos. A menos que logre convencer a los demás españoles de que la monarquía cumple una función imprescindible, no tardarán en multiplicarse los contrarios a continuar gastando mucho dinero para mantener a la casa real en el estilo apropiado para el jefe de Estado de un país que, a pesar de las gravísimas dificultades económicas que está experimentando, sigue siendo bastante rico.

Asimismo, el mero hecho de que las monarquías sean consideradas típicas del norte de Europa podría molestar a nacionalistas angustiados por la brecha que se ha abierto entre los países atribulados del sur grecolatino del continente y sus socios del otro lado de los Pirineos, los Alpes y los Balcanes.

Algunos sistemas políticos son obra de generaciones de filósofos, otros, entre ellos los monárquicos, son el resultado de la resistencia a arriesgarse de quienes confían más en modalidades tradicionales. El grueso de los británicos, holandeses, escandinavos y japoneses está convencido de que el orden establecido les ha servido muy bien durante mucho tiempo y que por lo tanto sería peor que inútil abandonarlo a favor de otro supuestamente más racional. Si bien el ejemplo brindado por tales pueblos ha inspirado intentos de trasplantar el sistema a sociedades muy diferentes, a veces no consigue echar raíces.

Nunca pudo consolidarse en Grecia, donde el hermano de la reina Sofía de España, Constantino II, tardó demasiado en oponerse al malhadado régimen de los coroneles; desde el referéndum de diciembre de 1974, Grecia es una república. Por suerte, las perspectivas ante España no guardan relación con las que hace cuatro décadas oscurecían el horizonte de Grecia, pero así y todo no hay ninguna garantía de que por fin la monarquía deje de ser una institución polémica.

En todas partes los republicanos insisten en que es terriblemente injusto que individuos determinados hereden dinero, palacios, honores, prestigio y, para colmo, poder político sin tener que hacer mucho para merecer su buena fortuna; los monárquicos suelen contestarles señalando que el destino del rey o reina, además de otros miembros de la casa real, dista de ser tan envidiable como algunos imaginan. Juan Carlos, lo mismo que la princesa británica Diana, aprendió que los monarcas y sus familiares no tienen una vida privada; si se niegan a entenderlo, terminarán protagonizando escándalos que podrían costarles muy caro.

Hasta el día de su muerte, son prisioneros, condenados a desempeñar un papel exigente a sabiendas de que cualquier desliz tendría repercusiones que no estarían en condiciones de atenuar a menos que supliquen perdón a “súbditos” que, en verdad, son sus amos.

Todo monarca tiene que crear su propio estilo, lo que no es del todo fácil en un mundo en que las modas cambian con rapidez desconcertante; a veces un toque de severidad ayuda a reforzar su autoridad personal pero, un par de años más tarde, solo motiva burlas e indignación. Tiene que ser a un tiempo popular, una persona “normal”, y mantener cierta distancia anímica de la gente; caso contrario, se privará del aura de misterio sin la cual una monarquía carecería de sentido.

Al monarca moderno le corresponde desempeñar un papel central en un relato que es distinto de los protagonizados por políticos comunes. Las etapas –infancia, juventud, madurez y vejez– reflejan las de la vida. Si su reinado es largo –el de Isabel II de Inglaterra está en su sexagésimo tercer año– verá venir para después salir del escenario a docenas de líderes pasajeramente carismáticos.

De esta manera, da más continuidad a la vida en común de quienes forman parte de una comunidad nacional o, en el caso de la reina Isabel, una mancomunidad internacional. Asimismo, las vicisitudes de una familia real sirven como un drama, hoy en día una especie de telenovela, que propende a ser mucho más fascinante, y menos peligroso, que el de aquellos políticos que caen en la tentación de actuar como monarcas. Mal que les pese, no es para ellos el mundo de la realeza, en el que el fasto se ha visto separado del poder.

En los países del nordeste de Europa, el que los políticos se vean constreñidos a resignarse, aunque solo fuera formalmente, a permanecer en un lugar subordinado, habrá contribuido a asegurar tanto la estabilidad como un grado notable de pragmatismo. Por cierto, los dirigentes parecen menos proclives que sus homólogos de otras latitudes a permitirse los delirios de grandeza que periódicamente afligen a quienes se creen capaces de reinar y gobernar.

Por plantear un riesgo auténtico las aspiraciones dinásticas de políticos que no tienen que tomar en cuenta la presencia de personas que en teoría ocupan un lugar superior en el organigrama, en muchos países el jefe de Estado es un presidente cuyo rol es exclusivamente protocolar. Es como si fuera un monarca sin el glamour poco democrático de las casas reales.

El arreglo funciona, pero a juzgar por los resultados es menos eficaz que el esquema que ha desarrollado un pequeño grupo de países innegablemente avanzados al que, si las protestas republicanas contra la prevista asunción de Felipe VI no tienen consecuencias concretas, España podría unirse.

4 comentarios:

carancho dijo...

El autor se olvidó de agregar, entre los diversos ejemplos, a la diosa-emperatriz-excelentísima-maravillosa Cristina I de Tolosa, bendita por Dios, luz eterna de la República Bananera de Peronia.
Inaceptable el descuido del autor.

Unknown dijo...

Las monarquías también son abundantes fuera de Europa. Arabia Saudita, Jordania, Marruecos, Bahrein, Omán, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Qatar, Brunei, Bhutan y Suazilandia. Me parece que me estoy olvidando algunas

¡Ahhh!Me acordé: Cuba, Corea del Norte, Guinea Ecuatorial y Angola...

Olegario dijo...

De los 10 primeros países en el ranking de desarrollo humano de la ONU, 7 son monarquías constitucionales. Pero 9 son sistemas parlamentarios (EEUU es la única excepción)

Pero entre los últimos 10 países de ese ranking, todos los sistemas presidencialistas o semipresidencialistas.

Como para pensarlo ¿no?

Anónimo dijo...

Es increíble el cúmulo de pseudo-argumentos que utiliza el autor para defender lo indefendible.