31 de julio de 2009
A clases! (Dijo el ministerio de adoctrinamiento)
-¡Arriba las manos! chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos, hacía el mismo ademán con un pedazo de madera.
Ambos iban vestidos con pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por el gesto del maldad que veía en el niño.
-¡Eres un traidor! grito el chico-. ¡Eres un criminal mental ¡Eres un espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal.
De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal mental!», imitando la niña todos los movimientos de su hermano.
Aquello producía un poco de miedo, algo así como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores de hombres.
Había una especie de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser va casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.
-Hacen tanto ruido... Dijo ella—. Están disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos; tengo demasiado que hacer. Y Tom no volverá de su trabajo a tiempo.
-¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan? Gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su edad.
-¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! -canturreaba la chiquilla mientras saltaba.
Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les hacía gran ilusión asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta.
Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor.
Era como si le hubieran aplicado un alambre incandescente.
Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba un tirachinas en el bolsillo.
-¡Goldstein! Gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar estaba leyendo, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de todo era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingober-nables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano... todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento.
Era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna viborilla -la denominación oficial era «heroico niño» había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en casa.
La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado. Winston volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O’Brien.
George Orwell
1984
Capítulo II
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8 comentarios:
1984 siempre me diò escalofrìos. Me encantarìa lograr que mi hijo adolescente lo leyera. Sirve para crear anticuerpos antitotalitarios.
Uno de los dos libros que Amazon eliminó remotamente de los Kindle... conspiración del Big Government?
Gran libro. Y que buen grafitti.
1984 es uno de los textos básicos que todo defensor de la libertad debería leer. Y Rebelión en la granja.
...que es el otro que sacaron del Kindle.
De la gente de mi guardia, el ùnico que, no sòlo leyò, sino que conoce 1984, soy yo. Un dìa, una practicante casi me hace sentar de traste cuando me dijo que lo habìa leìdo. No me considero un gran lector, Medicina es una profesiòn muy absorbente, pero la ignorancia en cuestiones bàsicas de polìtica y economìa entre mis colegas, es alarmante. Son carne de cañòn de cuanto aventurero populista y demagogo ande suelto.
Es màs, creo que entre la poblaciòn general, sòlo una ìnfima parte conoce la fuente de inspiraciòn del programa Gran Hermano. Patètico.
Es la decadencia. Cuando leí 1984 y Rebelión en la Granja (en los '60) todos mis amigos y compañeros de estudio los conocían y eran temas comunes de nuestras conversaciones. Nuestra generación leía a los diez años de edad novelas que ahora no entenderían.
FranciscodAnconia publicó el video #7 de "Yo soy John Galt"
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