14 de septiembre de 2010

Si no es mutua, la tolerancia es masoquismo



JAMES NEILSON

En Arabia Saudita está prohibido poseer una Biblia cristiana, y ni hablar de una Torah judía, mientras que el proselitismo religioso es considerado un crimen capital. En otros países musulmanes no sólo los cristianos, judíos, hindúes y budistas sino también los miembros de sectas islámicas disidentes son blanco de campañas de limpieza religiosa brutales. Sería de suponer, pues, que los paladines de los derechos humanos y los comprometidos con la tolerancia religiosa que abundan en el Occidente se movilizarían para hacer frente a tanto fanatismo militante, pero sucede que muy pocos se sienten perturbados por lo que está ocurriendo en la inmensa región que se extiende desde la costa atlántica de Marruecos hasta algunas islas de Filipinas en el Pacífico.

A juicio de la mayoría de quienes se interesan en tales asuntos, lo único realmente preocupante es el peligro planteado por lo que llaman la "islamofobia", o sea, la propensión de algunos a sospechar que podría existir un vínculo entre el Islam y las atrocidades que día tras día se cometen en su nombre. Comparten tal opinión casi todos los dirigentes mundiales, razón por la que estuvieron haciendo cola para subrayar la indignación que decían sentir por la decisión de un puñado de bautistas norteamericanos de conmemorar los atentados del 11 de septiembre de 2001, en que fueron quemadas vivas tres mil personas, quemando ritualmente ejemplares del Corán. Aunque, a diferencia de lo que es habitual en aquellos países en que los gobiernos suelen reivindicar cualquier aberración con tal que sea debidamente "islámica", la propuesta del pastor de Florida no contaba con el apoyo de ninguna autoridad política, era de prever que muchos musulmanes tomaran la quema por evidencia irrefutable de que centenares de millones de occidentales se proponían iniciar una cruzada contra su fe, motivo por el que, insinúan, había que impedir que ciudadanos privados la traten con desprecio.

Por supuesto que quemar libros por lo que simbolizan o porque a uno le disgusta su contenido es una idea pésima, pero es llamativo el contraste entre el coro de repudio, conformado por personas de la estatura de Ban Ki-moon, Barack Obama, el papa Benedicto XVI, Hillary Clinton y Angelina Jolie, que está haciéndose oír, y la indiferencia generalizada que ocasionaría un nuevo incendio masivo de biblias y torahs en Arabia Saudita u otro país musulmán. Es una forma sutil de reconocer que sería inútil esperar que los musulmanes respetaran pautas que en teoría deberían regir en todas partes del planeta.

Si hacer un esfuerzo por congraciarse con los islamistas, denunciando a quienes se animan a ofenderlos y atribuyendo todo cuanto hacen a la mala conducta de los imperialistas occidentales, la pobreza y la injusticia mundial, sirviera para apaciguarlos, la amenaza planteada por el extremismo se habría disipado hace años. Dadas las circunstancias, en Estados Unidos y Europa las manifestaciones de "islamofobia" han sido asombrosamente infrecuentes. Sin embargo, lejos de convencer a los musulmanes de que con escasas excepciones los occidentales sólo quieren convivir con ellos permitiéndoles practicar sus ritos y pidiéndoles cortésmente que respeten las leyes locales, todas las concesiones, los discursos de políticos como George W. Bush y Obama que juran creer que el Islam es una religión decididamente pacífica y las sumas colosales que se han invertido para que inmigrantes procedentes del Gran Medio Oriente se sientan cómodos en Europa sólo han estimulado más militancia extremista.

Que éste haya sido el caso no es demasiado sorprendente. En sociedades tradicionales, la tolerancia es vista como un síntoma de debilidad. La voluntad de las autoridades de todos los países occidentales de ceder ante los reclamos de grupos militantes les da motivos para pedir cada vez más, incluyendo, desde luego, leyes destinadas a criminalizar cualquier actitud crítica que les parezca irrespetuosa. De exigirlo la Iglesia Católica, digamos, la reacción internacional ante pretensiones tan desmedidas sería explosiva, ya que sería interpretado como un intento de retraernos a la Edad Media, pero cuando los interesados en restaurar la censura religiosa son musulmanes, muchos políticos e incluso intelectuales coinciden en que hay que hacer algo para enfrentar "el odio". El doble rasero se debe a que hoy en día los fieles católicos no suelen asesinar a quienes hablan mal de sus creencias; en cambio, docenas de occidentales, entre ellos algunos apóstatas ex musulmanes valientes, tienen que vivir rodeados de guardaespaldas.

El más célebre de los condenados a muerte por mofarse de Mahoma sigue siendo un ciudadano británico, el escritor Sir Salman Rushdie, que incurrió en la ira de los fieles con su novela "Los versos satánicos", razón por la que los ayatolás iraníes pusieron un precio a su cabeza al estilo de la mafia. Otro que ha adquirido notoriedad es el danés Kurt Westergaard, que dibujó una caricatura del profeta musulmán con una bomba en el turbante. Pues bien, hace un par de días la canciller de Alemania, Angela Merkel, haciendo caso omiso de las amenazas apenas veladas de representantes de la nutrida comunidad turca que se ha instalado en su país, le entregó a Westergaard el Premio de la Prensa Europea, aplaudiéndolo por haber tenido el coraje necesario para desafiar a los enemigos de la libertad de expresión que, como señaló, depende del coraje de quienes no se dejan intimidar por los resueltos a reprimirla.

Aunque algunos progresistas teutones se han solidarizado con los musulmanes que se afirman ofendidos por la postura adoptada por Merkel, la aprueba la mayoría de sus compatriotas. Es que en Alemania y otros países de Europa, además de Estados Unidos, la "gente común" está harta de ser exhortada por políticos e intelectuales a ceder frente a las presiones islamistas a fin de ahorrarse problemas. Entiende que hacerlo no es sólo vergonzoso, ya que supone traicionar valores que para consagrarse requirieron siglos de lucha contra la intolerancia religiosa, sino que también es contraproducente, puesto que la ofensiva islamista se ha visto potenciada por la sensación de que el Occidente está tan desmoralizado que no está en condiciones de defenderse y que por lo tanto sus líderes han elegido abandonar a su suerte a los muchos musulmanes que quisieran mantenerse alejados del fanatismo cruel que está provocando estragos horrendos en docenas de países.

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