11 de octubre de 2012

Para comprender la regresión cristinista al totalitarismo electivo

En esta lectura, Montesquieu le explica a Maquiavelo las ventajas de los gobiernos constitucionales y la división de poderes.

Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

DIALOGO TERCERO

Montesquieu- Una compacta muchedumbre de sombras avanza hacia
estas playas y muy pronto habrá invadido la región en que nos hallamos.
Venid para este lado, de lo contrario no tardarán en separarnos.

Maquiavelo- No me fue dado encontrar en vuestras últimas palabras la
precisión que caracterizaba vuestro lenguaje al comienzo de nuestra
conversación. A mi entender, habéis exagerado las consecuencias que se
desprenden de los principios enunciados en El espíritu de las Leyes.

Montesquieu- Deliberadamente evité en esa obra desarrollar extensas
teorías. Si la conocierais no solo por lo que de ella os han hablado,
advertiríais que de los principios allí sustentados fluyen sin esfuerzo las
consideraciones particulares que ahora expongo. Por lo demás, no tengo
empacho en confesar que el conocimiento adquirido de la época moderna
ha modificado o completado alguna de mis ideas.

Maquiavelo- ¿Creéis entonces seriamente que podréis demostrar la
incompatibilidad del despotismo con el estado político de los pueblos
europeos?



Montesquieu- No he dicho de todos los pueblos; mas, si deseáis, puedo
enumerar aquellos en que el desenvolvimiento de la ciencia política ha
conducido a ese excelente resultado.

Maquiavelo- ¿Cuáles son esos pueblos?

Montesquieu- Inglaterra, Francia, Bélgica, parte de Italia, Prusia, Suiza, la
Confederación germana, Holanda y la misma Austria, es decir casi toda
esa parte de Europa donde otrora se extendía el mundo romano.

Maquiavelo- Algo conozco de lo acontecido en Europa desde 1527 hasta
la actualidad y os confieso que mi curiosidad es grande por saber de qué
manera justificaréis vuestra proposición.

Montesquieu- Pues bien escuchad y quizás os llegue a convencer. No
son los hombres sino las instituciones las que aseguran el reino de la
libertad y las buenas costumbres en los Estados. Todo bien depende de la
perfección o imperfección de las instituciones, pero también de ellas
dependerá necesariamente todo el mal que sufrirán los hombres como
resultado de su convivencia social. Y cuando exijo las mejores
instituciones, debéis entender que se trata, según la bella frase de Solón,
de las instituciones mas perfectas que los pueblos puedan tolerar. Es
decir, que no concibo para ellos condiciones de vida imposibles, y aquí me
aparto de esos deplorables reformadores que pretenden organizar
sociedades sobre la base de hipótesis puramente racionales, sin tomar en
cuenta el clima, los hábitos y hasta los prejuicios.
Las naciones cuando nacen tienen las instituciones que son posibles. La
antigüedad nos muestra que existieron civilizaciones maravillosas,
Estados donde se concebían admirablemente bien las condiciones de un
gobierno libre. A los pueblos de la era cristiana les fue más difícil
armonizar sus constituciones con los movimientos de la vida política; pero
aprovechando las enseñanzas de la antigüedad, llegaron, no obstante, en
civilizaciones infinitamente más complicadas, a resultados más perfectos.
Una de las principales causas de la anarquía y del despotismo fue la
ignorancia teórica y práctica, que por largo tiempo prevaleció en los
Estados de Europa, respecto de los principios que presiden la
organización del poder. ¿Cómo podía afianzarse el derecho de la nación,
si el principio de la soberanía residía únicamente en la persona del
príncipe? ¿Cómo podía su gobierno no ser tiránico si el encargado de
hacer ejecutar las leyes era al mismo tiempo el legislador? ¿Qué
protección podían tener los ciudadanos contra la arbitrariedad, si una sola
mano reunía confundidos los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
Bien sé que algunas libertades y derechos públicos, que tarde o temprano
se introducen en las costumbres políticas menos avanzadas no pueden
menos que obstaculizar el ejercicio ilimitado de la monarquía absoluta;
que, por otra parte, el temor del clamor popular, el espíritu timorato de
algunos reyes los indujo a utilizar con moderación el poder excesivo del
que estaban investidos; pero no es menos cierto que garantías tan
precarias se hallaban a merced del monarca, dueño en principio de los
bienes, derechos y hasta de la persona de sus súbditos. La división de
poderes ha resultado en Europa el problema de las sociedades libres, y si
hay algo que mitiga mi ansiedad en estas horas previas al juicio final, es el
pensar que mi paso sobre la tierra no es ajeno a esta grandiosa
emancipación.
Habéis nacido. Maquiavelo, en las postrimerías del medioevo y os fue
dado contemplar, junto con el renacimiento de las artes, la aurora de los
tiempos modernos. Os diré empero, con vuestro permiso, que el medio
social en que vivíais se hallaba impregnado todavía de los extravíos de la
barbarie; Europa era un torneo. Ideas de guerras, dominación y conquistas
trastornaban el espíritu de los hombres de Estado y de los príncipes.
Convengo que en ese entonces la fuerza lo era todo y poca cosa el
derecho; los reinos representaban una presa para los conquistadores; los
soberanos luchaban contra los grandes vasallos en el interior de los
Estados; los grandes vasallos aplastaban las ciudades. En medio de la
anarquía feudal de una Europa en armas, el pueblo pisoteado se
acostumbró a considerar a los príncipes y los grandes como a divinidades
fatídicas, árbitros supremos del género humano. Llegasteis en tiempos
henchidos de tumulto y grandeza a la par. Habéis contemplado capitanes
intrépidos, hombres de acero, genios audaces; y ese mundo, cuajado, en
su desorden, de una sombría belleza, se os reveló como se revela al
artista, a quien lo imaginario impresiona más que lo moral; a mi entender,
esto explica el Tratado del Príncipe, y no estabais lejos de la verdad
cuando, hace un instante, para sondearme, os complacíais, por medio de
una finta italiana, en atribuirlo a un capricho de diplomático. Pero, después
de vos el mundo ha cambiado; hoy en día los pueblos se consideran
árbitros de su destino; han abolido los privilegios y destruido la aristocracia
de hecho y de derecho; han establecido un fundamento que para vos,
descendiente del marqués Hugo, sería, nuevo: han instaurado el principio
de la igualdad. Solo ven mandatarios en quienes los gobiernan; y han
creado el principio de la igualdad mediante leyes que nadie les podrá
quitar. Cuidan de esas leyes como de su sangre, pues, en verdad,
costaron mucha sangre a sus antepasados.
Hace un instante os hablaba de las guerras: sé de los estragos que
todavía causan; mas el primer progreso habido es que ya no otorgan al
vencedor el derecho de apropiarse del Estado vencido. En los tiempos que
corren, rigen las relaciones entre los países un derecho apenas conocido
por vos, el derecho internacional, así como el derecho civil reglamenta las
relaciones entre los individuos en cada nación.
Luego de afirmar sus derechos privados por medio de la legislación civil, y
sus derechos públicos por medio de tratados, los pueblos han querido
legalizar la situación con sus príncipes, y han consolidado sus derechos
políticos por medio de constituciones. Durante largo tiempo expuestos a
la arbitrariedad por la confusión de los poderes, que permitían a los
príncipes dictar leyes tiránicas y ejercerlas tiránicamente, los pueblos
han separado los tres poderes -- legislativo, ejecutivo y judicial –
estableciendo entre ellos límites constitucionales imposibles de transgredir
sin que cunda la alarma en todo el cuerpo político.
Esta sola reforma, hecho de enorme importancia, ha dado nacimiento al
derecho público interno, poniendo de relieve los superiores principios que
constituyen. La persona del príncipe deja de confundirse con el Estado; la
soberanía se manifiesta como algo que tiene en parte su fuente en el seno
mismo de la nación, la cual dispone una distribución de los poderes entre
el príncipe y cuerpos políticos independientes los unos de los otros. No he
de desarrollar ante el ilustre estadista que me escucha una teoría del
régimen que en Francia e Inglaterra llaman régimen constitucional; este
se ha introducido ya en las costumbres de los principales Estados de
Europa, no solamente por ser la expresión de la ciencia política más
elevada sino, sobre todo, por ser el único modo práctico de gobernar,
dadas las ideas de la civilización moderna.
En todas las épocas, bajo el reinado de la libertad o de la tiranía, no fue
posible gobernar sino por leyes. Por consiguiente, todas las garantías
ciudadanas dependen de quien redacta las leyes. Si el príncipe es el
único legislador, solo dictará leyes tiránicas y ¡dichosos si no derriba en
pocos años la constitución del Estado! Pero, en cualquiera de los dos
casos, nos hallamos en pleno absolutismo. Cuando es un senado,
viviremos bajo una oligarquía, régimen aborrecido por el pueblo, pues le
proporciona tantos tiranos como amos existen; cuando es el pueblo,
corremos hacia la anarquía, que es otra de las formas de llegar al
despotismo. Si es una asamblea elegida por el pueblo, queda resuelta la
primera parte del problema, pues en ella encontraremos los fundamentos
mismos del gobierno representativo hoy en vigor en toda la parte
meridional de Europa.
Empero, una asamblea de representantes del pueblo en posesión
exclusiva y soberana de la legislación, no tardará en abusar de su poderío
y en colocar al Estado en situaciones de sumo peligro. El régimen que ha
sido definitivamente constituido, feliz transacción entre la aristocracia, la
democracia y la institución monárquica, participa a la vez de estas tres
formas de gobierno, por medio de un equilibrio de poderes que es al
parecer la obra maestra del espíritu humano. La persona del soberano
sigue siendo sagrada e inviolable; pero aun conservando un cúmulo de
atribuciones capitales que, para bien del Estado, tienen que permanecer
en sus manos, su cometido esencial no es sino de ser el procurador de la
ejecución de las leyes. Al no tener ya la plenitud de los poderes, su
responsabilidad se diluye y recae sobre los ministros que integran su
gobierno. Las leyes, cuya proposición le incumbe en forma exclusiva o
conjuntamente con algún otro cuerpo estatal, son redactadas por un
consejo de hombres avezados en la cosa pública, y sometidas a una
Cámara Alta, hereditaria o vitalicia, que examina si sus disposiciones se
ajustan a la constitución, votadas por un cuerpo legislativo emanado del
sufragio de la nación, y aplicadas por una magistratura independiente. Si
la ley es viciosa, la rechaza o la enmienda el cuerpo legislativo; si contraria
a los principios sobre los cuales reposa la constitución, la Cámara Alta se
opone a su adopción.
El triunfo de este sistema con tanta hondura concebido, y cuyo mecanismo
puede, como veis, ser combinado de mil maneras, de acuerdo con el
temperamento de los pueblos a los que se aplica, ha consistido en
conciliar el orden con la libertad, la estabilidad con el movimiento, y lograr
que la generalidad de los ciudadanos intervengan en la vida política al par
que se suprimen las agitaciones en las plazas públicas. Es el país que se
gobierna a sí mismo, por el alternativo desplazamiento de las mayorías
que influyen en las Cámaras para la designación de los ministros
dirigentes.
Las relaciones entre el príncipe y los individuos descansan, como veis,
sobre un vasto sistema de garantías que tiene sus inquebrantables
fundamentos en el orden civil. Ni las personas ni sus bienes pueden ser
vulnerados por acción alguna de las autoridades administrativas; la
libertad individual se halla bajo la protección de los magistrados; en los
juicios criminales, quienes juzgarán a los acusados son sus iguales; por
encima de los diversos tribunales existe una jurisdicción suprema
encargada de anular cualquier fallo pronunciado que violara las leyes.
Armados están los ciudadanos mismos para la defensa de sus derechos
en milicias burguesas que colaboran en la vigilancia de las ciudades; por
el camino del petitorio, el más modesto de los particulares puede hacer
llegar sus quejas hasta los pies de las asambleas soberanas que
representan a la nación. Administraran las comunas funcionarios públicos
nombrados por elección. Anualmente, grandes asambleas provinciales,
también surgidas del sufragio, se reúnen para expresar la necesidades y
deseos de las poblaciones circundantes.
Tal es la pálida imagen, oh Maquiavelo , de algunas de las instituciones
que florecen actualmente en los Estados modernos y especialmente en mi
hermosa tierra; pero la publicidad está en la esencia de los países libres:
estas instituciones no podrán sobrevivir mucho tiempo si no funcionasen a
la luz del día. Un poder, aún desconocido en vuestro siglo y recién nacido
en mi época, ha contribuido a infundirle un nuevo soplo de vida. Se trata
de la prensa, largo tiempo proscrita, desacreditada aún por la ignorancia,
mas a la cual podrís aplicarse la frase empleada por Adam Smith al
referirse al crédito: Es una vía pública. Y en verdad, en los pueblos
modernos el movimiento todo de las ideas se pone de manifiesto a través
de la prensa. La prensa ejerce en los Estados funciones semejantes a las
de vigilancia: expresa las necesidades, traduce las quejas, denuncia los
abusos y los actos arbitrarios; obliga a los depositarios del poder a la
moralidad, bastándole para ello ponerlos en presencia de la opinión.
En sociedades reglamentadas de este modo, oh Maquiavelo, ¿qué lugar
podríais vos asignarle a la ambición de los príncipes y a las maniobras de
la tiranía? No desconozco por cierto que el triunfo de ese progreso costó
dolorosísimas convulsiones. En Francia, ahogada en sangre durante el
período revolucionario, la libertad solo pudo resurgir con la Restauración.
Nuevas conmociones habrían de sobrevenir aún; mas ya todos los
principios e instituciones de que os he hablado habían pasado a formar
parte de las costumbres de Francia y de los pueblos que giran de la órbita
de su civilización. He concluido, Maquiavelo. Los estados, como asimismo
los soberanos, ya solo se gobiernan de acuerdo con las normas de la
justicia. El ministro moderno que quisiera inspirarse en vuestras
enseñanzas no permanecería en el poder ni siquiera un año; el monarca
que practicase los preceptos del Tratado del Príncipe, levantaría en su
contra la reprobación de sus súbditos; se le pondría al margen del mundo
europeo.

Maquiavelo- ¿Lo creéis así?

Montesquieu- ¿Me perdonareis la franqueza?

Maquiavelo- ¿Por qué no?

Montesquieu- ¿Debo pensar que vuestras ideas se han modificado un
tanto?

Maquiavelo- Me propongo destruir, uno a uno, los diversos y bellos
conceptos que habéis vertido, y demostrar que sin mis doctrinas las únicas
dominantes en la actualidad, a pesar de las nuevas costumbres, a pesar
de vuestros presuntos principios de derecho público, a pesar de las
diversas instituciones que acabáis de describirme; pero permitidme que,
primero, os formule una pregunta: ¿En qué momento de la historia
contemporánea os habéis detenido?

Montesquieu- Mis conocimientos sobre los diversos Estados europeos
llegan hasta los últimos días del año 1847. Ni los azares de mi errante
andar a través de estos espacios infinitos ni la multitud de almas que aquí
moran me han proporcionado encuentro con ser alguno que me informara
sobre lo acontecido más delante de la fecha que acabo de indicaros.
Luego de mi descenso a la mansión de las tinieblas, transité
aproximadamente medio siglo entre los pueblos del mundo antiguo y
apenas ha transcurrido un cuarto de siglo desde mi encuentro con las
legiones de los pueblos modernos: más aún, tengo que decir que la
mayoría de ellos llegaban aquí desde los confines más remotos de la
tierra. Ni siquiera sé a ciencia cierta el año terrestre en que nos hallamos.

Maquiavelo- Aquí pues, los últimos son los primeros, oh Montesquieu. Los
conocimientos sobre la historia de los tiempos modernos del estadista
medieval, del político de la edad de la barbarie, son mayores que los del
filósofo del siglo XVIII. Los pueblos se hallan en el año de 1864.

Montesquieu- Os ruego entonces encarecidamente, Maquiavelo:
hacedme saber qué aconteció en Europa después del año 1847.

Maquiavelo- No antes, si me lo permitís, de que me haya proporcionado
el placer de llevar la derrota al seno de vuestras teorías.

Montesquieu- Como gustéis; mas creedlo, no experimento al respecto
inquietud alguna. Siglos se necesitan para modificar los principios y formas
de gobierno en que los pueblos se han habituado a vivir. Imposible que en
los quince años transcurridos haya tenido éxito ninguna nueva escuela
política. Y en cualquier caso, de no ser así, el triunfo no sería jamás el de
las doctrinas de Maquiavelo.

Maquiavelo- Ese es vuestro pensamiento: escuchad entonces.

3 comentarios:

AMDG dijo...

Tengo pendiente leer esta obra porque dicen que los Protocolos son una adaptación de ella.

No sé. Los Protocolos describen demasiado bien el mundo en que vivimos. Y en estos asuntos no hay coincidencias.

Anónimo dijo...

Siempre la culpa es de los judíos.

AMDG dijo...

Eso no son argumentos. Es como si yo dijera "Siempre acusando de antisemitismo al que critica el comportamiento judío".

De la Guerra del Peloponeso nadie les ha echado la culpa, que yo sepa.

Ni son todos los que están ni están todos los que son. Lee el texto y dime si no describe bien los problemas del mundo actual.

De propina. Mira esto y piensa lo que dirían los medios de comunicación si esto lo hicieran los católicos:

http://youtu.be/xTxD6l-8ppw