17 de octubre de 2012

Volviendo al principio. El primer diálogo

Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

DIALOGO PRIMERO

Maquiavelo- Me han dicho que en las orilla de esta desierta playa
tropezaría con la sombra del gran Montesquieu. ¿Es acaso la que tengo
ante mis ojos?

Montesquieu- ¡Ho Maquiavelo! A nadie cabe aquí el nombre de Grande.
Mas si, soy el que buscáis.

Maquavelo- De los personajes ilustres cuyas sombras pueblan esta
lóbrega morada, a nadie tanto anhelaba encontrar como a Montesquieu.
Relegado a esta región desconocida por la migración de las almas, doy
gracias al azar por haberme puesto por fin en presencia del autor de El
Espíritu de las Leyes.


Montesquieu- El antiguo secretario de Estado de la república florentina no
ha olvidado aún su lenguaje cortesano. ¿Pero qué, de no ser angustias y
pesares, podríamos compartir quienes hemos llegado a estas sombrías
riberas?

Maquavelo- ¿Cómo puede un filósofo, un estadista, hablar así? ¿Qué
importancia tiene la muerte para quienes vivieron del pensamiento, puesto
que el pensamiento nunca muere? Por mi parte, no he conocido condición
más tolerable que la proporcionada aquí hasta el día del juicio final.
Exentos de las preocupaciones y cuidados de la vida material, vivir en los
dominios de la razón pura, poder departir con los grandes hombres, de
cuya fama ha hecho eco el universo todo; seguir desde lejos el curso de
las revoluciones en los Estados, la caída y transformación de los imperios;
meditar acerca de sus nuevas constituciones, sobre las modificaciones
sobrevenidas en las costumbres de los pueblos europeos, los progresos
de su civilización en la política, las artes y la industria, como también en la
esfera de las concepciones filosóficas. ¡Qué espectáculo para el
pensamiento! ¡Cuántos puntos de vista nuevos! ¡Qué insospechados
descubrimientos! ¡Cuántas maravillas, si hemos hecho de dar crédito a las
sombras que aquí descienden! La muerte es para nosotros algo así como
un profundo retiro donde terminamos de recoger las enseñanzas de la
historia y los títulos de la humanidad. Ni siquiera la nada logra romper los
lazos que nos unen a la tierra, pues la posteridad se cuida de aquellos
que, como vos, han impulsado grandes movimientos del espíritu humano.
En este momento, casi la mitad de Europa se rige por vuestros principios;
y ¿quién podría atravesar mejor, libre de miedos, el sombrío pasaje que
conduce al infierno o al cielo, que aquel que se presenta con tales y tan
puros títulos de gloria ante la justicia entera?

Montesquieu- ¿Por qué no habláis de vos, Maquiavelo? Excesiva
modestia, cuando se ha dejado tras de sí la inmensa fama de ser el autor
del Tratado del Príncipe.

Maquavelo- Creo comprender la ironía que vuestras palabras ocultan.
¿Me juzgará acaso el gran publicista francés como lo hace el vulgo, que
de mí solo conoce el nombre y un prejuicio ciego? Lo sé; ese libro me ha
proporcionado una reputación fatal; me ha hecho responsable de todas las
tiranías; ha traído sobra mí la maldición de los pueblos, encarno para ellos
el despotismo que aborrecen; ha emponzoñado mis últimos días y, al
parecer, la reprobación de la posteridad me ha seguido hasta aquí. Sin
embargo, ¿qué hice? Durante quince años serví a mi patria, que era una
república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua
contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin lí
la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos
los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático
como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y
rompí a los hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada
entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear
como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático el que
manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de
aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de
Soderini, los Verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la
libertad, sucumbí con el; viví proscripto, sin que la mirada de príncipe
alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida
y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el
odio de la posteridad. Quizá sea el cielo mas justo conmigo.

Montesquieu- Conocía todo eso. Maquiavelo, y en razón de ello nunca
logré comprender cómo el patriota florentino, el servidor de una república,
pudo convertirse en el fundador de esa lóbrega escuela que os ha dado
como discípulo a todas las testas coronadas, apropiada para justificar los
más grandes crímenes de la tiranía.

Maquiavelo- ¿Y si os dijera que ese libro tan solo fue una fantasía de
diplomático? que no estaba destinado a la imprenta; que tuvo una
publicidad ajena a la voluntad del autor; que fue concebido al influjo de
ideas entonces comunes a todos los principados italianos, ávidos de
engrandecerse a expensas el uno del otro y dirigidos por una astuta
política que considera al más pérfido como el más hábil...?

Montesquieu- ¿Es este vuestro verdadero pensamiento? Ya que me
habláis con tanta franqueza, os diré que también es el mío y que participo
al respecto de la opinión de muchos de aquellos que conocen vuestra vida
y han leído atentamente vuestras obras. Sí, sí, Maquiavelo, y la confesión
os honra; en aquel entonces no dijisteis lo que pensabais o lo dijisteis bajo
el imperio de sentimientos personales que por un instante ofuscaron
vuestra razón elevada.

Maquavelo- Os engañáis, Montesquieu, siguiendo el ejemplo de otros que
me han juzgado como vos. Mi único crimen fue decir la verdad a los
pueblos como a los reyes; no la verdad moral, sino la verdad política; no la
verdad como debería ser, sino como es, como será siempre. No soy yo el
fundador de la doctrina cuya paternidad me atribuyen; es el corazón del
hombre. El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo.
Moisés, Sesostris, Salomón, Llisandro, Filipo y Alejandro de Macedonia;
Agátocles, Rómulo, Julio César y el mismo Nerón; Carlomagno, Teodorico,
César Borgia, he aquí los antecesores de mi doctrina. Paso por alto a
muchos y de los mejores, sin mencionar por supuesto la larga lista de los
que llegaron después que yo, y a quienes el Tratado del Príncipe nada
enseñó que ya no supieran por el ejercicio del poder. ¿Quién en vuestro
tiempo, me rindió un homenaje más clamoroso que Federico II? Pluma en
la mano, me refutaba en interés de su popularidad, pero en política
aplicaba rigurosamente mis doctrinas.
¿Por qué inexplicable extravió del espíritu humano se me reprocha lo
escrito en esta obra? Tanto valdría censurar al sabio por buscar las
causas físicas de la caída de los cuerpos que nos hieran al caer; al médico
por descubrir las enfermedades, al químico por historiar los venenos, al
moralista por pintar los vicios, al historiador por escribir la historia.

Montesquieu- ¡Ho Maquiavelo! ¡Si Sócrates se encontrara aquí para
desentrañar el sofisma oculto en vuestras palabras! Por poco que la
naturaleza me haya dotado para la polémica, la réplica no me es difícil:
comparáis con venenos las enfermedades los males engendrados por el
espíritu de dominio, astucia y violencia; y vuestros escritos los instruyen
acerca de los medios de contagiar esas enfermedades a los Estados, son
esos venenos los que enseñáis a destilar. Cuando el sabio, el médico y el
moralista estudian un mal, no es con el objeto de enseñar a propagarlo: es
para curarlo. Vuestro libro empero, no hace eso; mas poco me importa, y
no por ello me siento menos desarmado. Desde el momento en que no
erigís el despotismo en principio y vos mismo lo conceptuáis un mal, me
parece que vuestra condena va implícita el ello y al menos en este punto
podemos estar de acuerdo.

Maquavelo- No lo estamos, Montesquieu, pues no habéis captado del
todo mi pensamiento; con mi comparación os he presentado un flanco
demasiado fácil de derrotar. La misma ironía de Sócrates no llegaría a
inquietarme, pues Sócrates era solo un sofista que manejaba, con mayor
habilidad que otros, un instrumento falso: la logomanía. No es vuestra
escuela ni la mía: desechamos, pues, las palabras y comparaciones y
atengámonos a las ideas. He aquí la formulación de mi sistema, y dudo
que podáis quebrantarlo, porque está constituido de inferencias sobre
hechos morales y políticos eternamente verdaderos: el instinto malo es en
el hombre más poderoso que el bueno. El hombre experimenta mayor
atracción por el mal que por el bien; el temor y la fuerza tienen mayor
imperio sobre él que la razón. No me detengo a demostrar estas verdades;
entre vosotros, solo los necios de la camarilla del barón Holbach, cuyo
gran sacerdote fue J. J. Roseau, y Diderot su apóstol, pudieron tener la
osadía de contradecirlas. Todos los hombres aspiran al dominio y ninguno
renunciaría a la opresión si pudiera ejercerla. Todos o casi todos están
dispuestos a sacrificar los derechos de los demás por sus intereses.
¿Qué es lo que sujeta a estas bestias devoradoras que llamamos
hombres? En el origen de las sociedades está la fuerza brutal y
desenfrenada; más tarde, fue la ley, es decir, siempre la fuerza,
reglamentada formalmente. Habéis examinado los diversos orígenes de la
historia; en todos aparece la fuerza anticipándose al derecho.
La libertad política es solo una idea relativa; la necesidad de vivir es lo
dominante en los Estados como en los individuos.
En algunas latitudes de Europa, existen pueblos incapaces de moderación
en el ejercicio de la libertad. Si en ellos la libertad se prolonga, se
transforma en libertinaje; sobreviene la guerra civil o social, y el Estado
está perdido, ya sea porque se fracciona o se desmiembra por efecto de
sus propias convulsiones o porque sus divisiones internas los hacen fácil
presa del extranjero. En semejantes condiciones, los pueblos prefieren el
despotismo a la anarquía. ¿Están equivocados?
No bien se constituyen, los Estados tienen dos clases de enemigos: los de
dentro y los de fuera. ¿Qué armas habrán de emplear en la guerra contra
el extranjero? ¿Acaso los dos generales enemigos se comunicarán
recíprocamente sus planes de campaña a fin de preparar sus mutuos
planes de defensa? ¿Se prohibirán los ataques nocturnos, las celadas y
las emboscadas, los combates con desigual número de tropas? Por cierto
que no, ¿verdad? Combatientes semejantes moverían a risa. Y contra los
enemigos internos, contra los facciosos ¿queréis que no se empleen todas
estas trampas y astucias, toda esta estrategia indispensable en una
guerra? Sin duda, se pondrá en ello menos vigor, pero en el fondo las
normas han de ser las mismas. ¿Podemos conducir masas violentas por
medio de la pura razón, cuando a estas solo las muevan los sentimientos,
las pasiones y los prejuicios?
Que la dirección del Estado esté en manos de un autócrata, de una
oligarquía o del pueblo mismo, ninguna guerra, ninguna negociación,
ninguna reforma interna podrán tener éxito sin ayuda de estas
combinaciones que al parecer desaprobáis, pero que os hubierais visto
obligado a emplear si el rey de Francia os hubiese encomendado el más
trivial de los asuntos estatales.
¡Pueril reprobación la que afecta al Tratado del Príncipe! ¿Tiene acaso la
política algo que ver con la moral? ¿Habéis visto alguna vez un Estado
que se guiase de acuerdo con los principios rectores de la moral privada?
En ese caso, cualquier guerra sería un crimen, aunque se llevase a cabo
por una causa justa; cualquier conquista sin otro móvil que la gloria, una
fechoría; cualquier tratado en que una de las potencias hiciera inclinar la
balanza de su lado, un inicuo engaño; cualquier usurpación del poder
soberano, un acto que merecería la muerte. ¡Únicamente lo fundado en el
derecho sería legítimo! Pero ya os lo dije antes y lo mantengo en
presencia de la historia contemporánea: la fuerza es el origen de todo
poder soberano o, lo que es lo mismo, la negación del derecho. ¿Quiere
decir que proscribo a este último? No; mas lo considero algo de aplicación
limitada en extremo, tanto en las relaciones entre países como en las
relaciónense entre gobernantes y gobernados.
Por otra parte, ¿no advertís que el mismo vocablo “derecho” es de una
vaguedad infinita? ¿Dónde comienza y dónde termina? ¡Cuándo existe
derecho y cuando no? Daré ejemplos: Tomemos un Estado: la mala
organización de sus poderes públicos, la turbulencia de la democracia, la
impotencia de las leyes contra los facciosos, el desorden que reina por
doquier, lo llevan al desastre. De las filas de la aristocracia o del seno del
pueblo surge un hombre audaz que destruye los poderes constituidos,
reforma las leyes, modifica las instituciones y proporciona al país veinte
años de paz. ¿Tenía derecho a hacer lo que hizo?
Con un golpe de audacia, Pisistrato se adueña de la ciudadela y prepara el
siglo de Pericles. Bruto viola la constitución monárquica de Roma, expulsa
a los Tarquinos y funda a puñaladas una república, cuya grandeza es el
espectáculo más imponente que jamás haya presenciado el universo.
Empero, la lucha entre el patriciado y la plebe, que mientras fue contenida
estimuló la vitalidad de la república, lleva a esta a la disolución y a punto
está de perecer. Aparecen entonces César y Augusto. También son
conculcadores; pero gracias a ellos, el Imperio romano que sucede a la
república perdura tanto como esta; y cuando sucumbe, cubre con sus
vestigios al mundo entero. Pues bien ¿estaba el derecho de parte de esos
audaces? Según vos, no. Y sin embargo, las generaciones venideras los
han cubierto de gloria; en realidad, sirvieron y salvaron a su país y
prolongaron durante siglos su existencia. Veis entonces que en los
Estados el principio del derecho se halla sujeto al interés y de estas
consideraciones se desprende que el bien puede surgir del mal; que se
llega al bien por el mal, así como algunos venenos nos curan y un corte
de bisturí nos salva la vida. Menos me he cuidado de lo que era bueno y
moral que de lo útil y necesario; tomé las sociedades tal como son y
establecí las normas consiguientes.
Hablando en términos abstractos, la violencia y la astucia ¿son un mal? Sí,
pero su empleo es necesario para gobernar a los hombres, mientras los
hombres no se conviertan en ángeles.
Cualquier cosa es buena o mala, según se la utilice y el fruto que dé; el fin
justifica los medios; y si ahora me preguntáis por qué yo, un republicano,
inclino todas mis preferencias a los gobiernos absolutos, os contestaré
que, testigo en mi patria de la inconstancia y cobardía de la plebe, de su
gusto innato por la servidumbre, de su incapacidad de concebir y respirar
las condiciones de luna vida libre; es a mis ojos una fuerza ciega, que
tarde o temprano se deshace si no se haya en manos de un solo hombre;
os respondo que el pueblo, dejado a su arbitrio, sólo sabría destruirse; que
es incapaz de administrar, de juzgar, de conducir una guerra. Os diré que
el esplendor de Grecia brilló tan sólo durante los eclipses de la libertad;
que sin el despotismo de la aristocracia romana, y más tarde el de los
emperadores, la deslumbrante civilización europea no se hubiese
desarrollado jamás.
¿Y si buscara mis ejemplos en los Estados modernos? Tantos y tan
contundentes son que tomaré los primeros que se me ocurran.
¿Bajo qué instituciones y qué hombres han brillado las repúblicas
italianas? ¿Durante qué reinados se tornaron poderosas España, Francia,
Alemania? Con los León X, los Julio II, los Felipe II, los Barbaroja, los Luis
XIV, los Napoleón, hombres todos de terrible puño, y apoyándose con
mayor frecuencia en la guarnición de la espada que en la carta
constitucional de sus Estados.
Mas yo mismo me asombro de haber hablado tanto para convencer al
escritor ilustre que me escucha, ¿Acaso, si no estoy mal informado, no se
hallan estas ideas en parte en El espíritu de las Leyes? ¿pudo mi
discurso herir al hombre grave y frío que sin pasión ha meditado acerca de
los problemas de la política? Los enciclopedistas no eran Catones: el
autor de las Cartas persas no era un santo, ni siquiera un devoto muy
ferviente. Nuestra escuela, reputada de inmoral, quizá se hallara más
próxima del Dios verdadero que los filósofos del siglo XVIII.

Montesquieu- Sin cólera y con atención he escuchado hasta vuestras
últimas palabras, Maquiavelo. ¿Deseáis oírme permitir que me exprese
respecto de vos con igual libertad?

Maquiavelo- Mudo soy, y en respetuoso silencio he de escuchar a aquel a
quien llaman el legislador de las naciones.

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