23 de julio de 2015

Entre odiseos y nausicaas

Fragmento de La República de Trapalanda, de Marco Denevi

Las primeras reacciones que me despertaron los argentinos fueron ambivalentes y a menudo contradictorias. Por un lado los encontraba encantadores, por otro lado me irritaban. Eran como esos amigos que nos ganan el corazón y que al mismo tiempo nos sacan de quicio con sus ideas absurdas y con sus acciones imbéciles.
No dejaba de agradecerles la hospitalidad: en ningún momento me hicieron sentir un intruso.

Pero todos los días, por un motivo o por otro, me alteraban los nervios o agotaban mi paciencia. Mi
estado de ánimo oscilaba permanentemente entre las ganas de abrazarlos y las ganas de pegarles cuatro gritos.

Podía contar con ellos si apelaba a todo lo que de un carácter sirve para las horas de placer o de dolor, para la diversión o para el consuelo, para todo cuanto depende de la índole y no de la educación o de la inteligencia. Pero apenas debía confiar no sólo en su buena índole sino también en su buena educación y en su inteligencia, yo reculaba a veces aturdido, a veces fastidiado.

Hasta que comprendí: me sentía ni más ni menos que como un adulto obligado a vivir en compañía de adolescentes. O, si la comparación parece demasiado presuntuosa, como un viejo rodeado de jóvenes. No se trataba de edades individuales. En todos los países hay niños, jóvenes, adultos y ancianos. Y yo, según mis documentos, soy muy viejo en cualquier país a donde vaya. Pero era la sociedad argentina la que me daba esa impresión de haber caído en un mundo dominado por la adolescencia.



Adolescencia de la mentalidad, adolescencia de la conducta, me atraía o me exasperaba según el momento y el lugar en que se manifestase.

Mi relación con los argentinos, lo descubrí casi de golpe, copiaba el tipo de vínculo que por lo general se establece entre quienes ya han sorteado la adolescencia y quienes todavía la cursan. El desfase biológico no asigna a los unos todas las ventajas y a los otros todas las desventajas, pero distribuye los dones respectivos sin hacerlos coincidir, de modo que la convivencia entre los adultos y los adolescentes está embebida de atracción y de repulsión recíprocas, de encantamientos y de hostigamientos, de dependencias y de rechazos.

Los psicólogos han estudiado ese fenómeno en los individuos. Pero ahora se daba entre toda una sociedad y yo. Apenas lo comprendí, mi visión de los argentinos se modificó radicalmente. Y también vi claro qué era lo que ellos encontrarían de agradable o de odioso en mi persona. La arrogancia me estaba negada: debía cedérsela, toda, a ellos. Pero no tenía que ser blando, pues corría el riesgo de agravar sus propias blanduras interiores. Sólo que el hierro de mi rigor debía estar envuelto en la felpa de la afectuosidad. Ya se ve que les descubro, a los propios argentinos, los secretos del papel que resolví asumir. Querría ser, para ellos, el buen viejo que los ama y que los comprende, y que si es necesario les propinará el bofetón que Tyltyl añoraba de su abuelo.

Por descontado, el elemento adolescente no agota la composición de la sociedad argentina (de modo que el papel que representaré se equivocará a menudo de escenario), pero voy a ponerlo de relieve según una técnica que los fotógrafos conocen bien: apagar todas las luces que iluminaban un objeto y dejar encendida sólo una, para que ciertos perfiles del objeto, antes disimulados en el conjunto, se vuelvan más nítidos.

Es también el procedimiento típico de la caricatura, al que nadie le negará su poder de revelación fisiognómica. Por lo pronto a mí me permitió revisar los juicios sobre la República Argentina de mi amigo alemán, del periodista francés, del diplomático inglés y el político italiano.

El alemán me había escrito: "Este es uno de los pocos lugares civilizados de la Tierra donde los aventureros como yo pueden sentirse a sus anchas".

Estaba claro: se refería a una sociedad civilizada pero a salvo de la rigidez esclerótica que en los viejos países pone, como precio de la seguridad, la prohibición de vivir la vida como una aventura imperdonable. El confort suele ir del bracete de implacables rutinas.

Para el francés, la sociedad argentina se armaba y se desarmaba todos los días. ¿Pensaba que así describía las señales del desorden? Lo supiese o no, pintaba los rasgos de la adolescencia. Son rasgos en evolución. ¿Cómo pedirles que se mantengan firmes? Las formas de un organismo en desarrollo atraviesan fases sucesivas que les dan una apariencia inestable y hasta inarmónica porque las transformaciones no se ajustan a un mismo diapasón. El conjunto es una imagen desgarbada que si a algo se parece es a un bosquejo provisional sometido a constantes correcciones. A preparativos, decía el periodista francés.

"No se deje engañar por lo que vea", fueron las palabras del diplomático inglés. "La República Argentina es como uno de esos castillos ingleses que conservan el mobiliario pero cuyos dueños comen una vez al día". El hecho ya no me llamaba la atención: los jóvenes rara vez saben administrar su patrimonio.

El italiano que volcó en el oído de Abel Posse la ponzoña ("su país es una Lámborghini de doce cilindros en manos del tonto del pueblo que ganó la rifa de fin de año") había errado el veneno.

No era un tonto quien manejaba el costoso vehículo sino un muchacho inexperto que lo conducía sin dominar los secretos de la técnica ni las leyes de tránsito, y por eso el automóvil marchaba a los tumbos, muy rezagado respecto de los astutos campeones de la velocidad ya fogueados en la profesión.

Los europeos hacen mal en emitir juicios tan a la ligera respecto de un país, acaso único en el mundo, que combina civilización y extrema juventud. Cuando digo civilización me refiero a la que Europa entiende como tal.

Y los argentinos ¿se ofenden si uno les dice que son un pueblo joven? ¿Comparten el mal humor del escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, de quien acabo de leer un artículo periodístico titulado "El mito de la juventud americana"?

Uslar Pietri se pregunta hasta cuándo los pueblos de América serán considerados jóvenes. Entiende que cualquier referencia a la juventud de las naciones americanas es absurda, complaciente y, Dios mío, celestinesca. Que se las tilda de jóvenes para soslayar el examen de las verdaderas, de las profundas causas de sus padecimientos. Que así se las condena a una capitis diminutio necesitada de tutela. Y que, después de quinientos años de vivir su propia historia, que esos pueblos conserven la juventud sería un caso patológico.

Concluye con esta explosión de gerontofilia: "Somos pueblos viejos, con raíces tan antiguas como las de la humanidad misma y establecidos en circunstancias humanas y geográficas desde hace medio milenio".

De todos esos argumentos suscintos y coléricos el que me anonada es el que me acusa de rufián. ¿Procederé, no más, como un macró cuando les digo a los argentinos que hay un fuerte componente adolescente en su sociedad? ¿Estoy soplando en el oído de las naciones poderosas; aquí hay un pueblo en la edad del pavo, vengan y aprovéchense de su inexperiencia?

¿Debería, pues, mentir? Porque a mí me parece que he descubierto datos, y en este libro los estudio uno por uno, que justifican la teoría del adolescente colectivo argentino. Me resulta violento ocultarlos. No puedo pensar una cosa y decir otra. Para colmo, esa otra cosa es terrible, a los argentinos les habría llegado, junto con la vejez, la decadencia. Yo niego ambas calamidades: la vejez y la decadencia. pero algún argentino aliado de Uslar Pietri me refutaría: Europa es todavía más vieja y sin embargo está en pleno reflorecimiento económico. ¿Por qué los argentinos, un poco menos viejos, no van a poder casar la vejez con la prosperidad? De modo que ni siquiera por ese flanco la juventud es una garantía.

Bien, a mí el reflorecimiento económico de Europa no me seduce. Por debajo del brillo del dinero laten, como una fiebre palúdica, el deterioro impresionante de la ecología, el autismo enfermizo del arte, la abyección moral, la frívola desacralización de todo lo que debiera ser sagrado para el hombre. Muchas gracias, devuelvo mi billete.

Así corno una música vulgar, escuchada desde lejos, puede parecer hermosa (lo dice un personaje de Rostand), los esplendores crematísticos de Europa embobarán a distancia, pero vividos en su propio seno cobran la forma de un incendio frío y silencioso que no arrasa sólo con la naturaleza sino también con los espíritus. Por supuesto que, mientras tanto, todos brindan por la prosperidad económica.

Sólo los jóvenes se revuelven contra ese incendio progresivo, insidioso como el cáncer. De manera que proclamar la juventud de todo un pueblo no es exponerlo al peligro sino confiar en que se salvará.

Y que sea joven no significa que carezca de raíces "tan antiguas como las de la humanidad misma". Después de Adán y Eva, las raíces son siempre las mismas. Pero sobre ellas crecen diferentes arborizaciones, y una sociedad es joven por su arborización y no por su raíz.

Si, reloj en mano, la mitad de un milenio basta y sobra para que a un pueblo se le reseque todo vestigio de juventud sin que importe la historia que haya vivido, entonces, francamente, habrá que llegar a la conclusión de que nunca ha habido sociedades históricas jóvenes, que todas fueron valetudinarias a partir del quinto siglo después del Génesis.

Por lo demás, la edad no se mide por la cronología de los almanaques y de los relojes. A los
19 años Julio César era considerado puer, a los 38, adolescentulus. Lo mismo puede ocurrir con las
sociedades.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy acertado Marco Denevi; pero escribió esto en 1989. Desde entonces, la sociedad argentina cambió mucho y para mal. La clase media, motor del desarrollo fue destruida de a poco; la educación, que en aquel entonces nos parecía mala hoy es aun peor. La indolencia y la desidia ganó; el facilismo y la anticultura se apoderó de todos los estamentos de la sociedad; los modelos en los que se mira la sociedad son cada vez peores. El pueblo argentino ya no es como un joven adolescente irresponsable manejando un Lamborghini; es un casi analfabeto convencido que tener un lamborghini es un derecho y alguien se lo debe dar; apenas alcanza a comprender lo que dice el letrero de un bar, pero exige que no lo estigmaticen y le entreguen el diploma sin rendir exámen... puedo seguir. JUAN

raúl dijo...

Juan, como siempre, muy acertado tu comentario, que comparto totalmente.